En un pequeño pueblo vive una mujer con dos hijos. Una mañana, temprano, la mujer les está sirviendo el desayuno al varón y a la nena, y ellos ven que la madre tiene cara de preocupada. Y le preguntan qué le pasa. Entonces la mujer les dice que no sabe muy bien, pero que amaneció con un presentimiento feo de que algo muy grave iba a pasar en el pueblo.
Los hijos se le ríen en la cara. «¿Por qué te hacés el bocho con esas pavadas, mamá?», le dice el varón. Y la chica le dice: «¡Ay, no seas bruja, vieja!».
Esa mañana el hijo va al club a jugar al billar por plata. En un momento tiene que hacer un tiro muy fácil para ganar, pero cuando hace el tiro falla el golpe de una manera increíble y pierde. Saca plata del bolsillo y le paga al ganador, un viejo de bigote blanco. Los amigos le preguntan al chico: «¿Qué te pasó? ¿Cómo pudiste errar un tiro tan simple?». Y el chico dice: «No sé… Me quedó en la cabeza una cosa que dijo mi vieja esta mañana… como que algo muy feo va pasar en el pueblo… y me sugestioné».
Los amigos se cagan de risa y no le dan importancia al asunto. Pero el ganador de la apuesta, el viejo de bigote blanco, vuelve a su casa y le cuenta a su mujer que en el billar le ganó plata a un muchacho que no pudo hacer una carambola servida porque su mamá se había levantado con la idea de que algo muy grave iba a pasar en el pueblo. La esposa del viejo de bigote, muy seria, le dice: «Ojo con esos presentimientos, porque a veces se cumplen».
Al rato la mujer del tipo de bigote va a la carnicería a comprar carne, pero en el momento de pagar se arrepiente y compra dos kilos más. Y le dice al carnicero: «Deme el doble, porque se anda diciendo que algo muy feo va a pasar en el pueblo y yo quiero estar preparada». El carnicero le da otros dos kilos y la mujer se va.
Enseguida entra otra señora a la carnicería y pide un kilo de cuadril, pero el carnicero le dice: «Mejor llévese dos kilos, doña, porque acá todo el mundo anda diciendo que algo muy feo va a pasar en el pueblo, y usted no sabe cómo se está llevando la carne la gente».
«Ay, entonces deme seis kilos, que en casa somos un montón», dice la vieja y abre los ojos grande y se persigna.
La paranoia va creciendo, minuto a minuto, boca a boca, y unas horas después el carnicero ya no tiene más carne en el frigorífico, porque la gente se la sacó de las manos. A media tarde consigue un par de vacas más, y las vende en menos de diez minutos. No lo puede creer.
Cuando empieza a atardecer todo el pueblo está ansioso, inquieto, a la espera de que pase algo horrible. Cualquier cosa los asusta: una bandada de pájaros que cruza el cielo, o una brisa que se levanta de golpe entre los tilos de la plaza, el zumbido de las turbinas de un avión a lo lejos, lo que sea, los hace apretar los labios en señal de amenaza.
Cuando cae la noche la tensión se vuelve insoportable y algunos ya amagan con irse del pueblo, pero nadie tiene el coraje de salir primero. Hasta que el propio carnicero dice: «Ya está, ¿por qué voy a esperar la desgracia en casa? Yo me voy a la mierda». Mete lo que puede en la camioneta, sube a su familia y escapa del pueblo por la avenida. Los vecinos lo ven alejarse desde sus ventanas y salen todos a la calle.
«Si este se va», se dicen unos a otros, «yo también me voy».
Y así, de a poco, los vecinos empiezan a meter en cajas lo que pueden: muebles, aberturas, ropa, todo. Y cuando ya están listos para el éxodo, al vecino del bigote blanco se le ocurre prender fuego su casa. «No sea cosa», dice, «que cuando caiga la desgracia contamine lo que no me puedo llevar», y les echa kerosén a las paredes. Y tira un fósforo…
Mientras su casa arde, los otros vecinos piden más kerosén y hacen lo mismo y después escapan en caravana, muertos de miedo, algunos a pie, otros en carros, mientras el pueblo se incendia a sus espaldas. Entre los que se escapan va la mujer que tuvo el presentimiento. Va con sus dos hijos.
Entonces la mujer mira a su hija, mientras corren, y le grita: «¿Viste, nena? Yo te dije que iba a pasar algo horrible…, y vos me trataste de bruja».