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Sobre provocaciones, orgullo y derechos

Publicado el Sábado, 25 Noviembre 2017 06:48 Escrito por

En nuestros días es fácil apoyar la lucha de Rosa Parks o la Marcha del Orgullo Gay, lo difícil es aceptar que los métodos extremos son parte del proceso que logra que los derechos avancen, hoy y hace medio siglo.

En la madrugada del 28 de junio de 1969, la policía de Nueva York lanzó una redada contra el Stonewall Inn, un pub ubicado en el barrio de Greenwich Village frecuentado por gays, lesbianas, travestis y transexuales. Varios clientes se negaron a ser detenidos mientras que afuera se congregaba una multitud que comenzó a increpar a los agentes. Entre las marchas contra la guerra de Vietnam y a favor de los derechos civiles, el Village era un barrio en ebullición, pero era la primera vez que la policía era sitiada. El local fue incendiado y entró en acción el cuerpo antimotines de la ciudad, que tardó horas en dispersar al grueso de los manifestantes. Los disturbios continuaron durante varios días.    Como el rechazo de Rosa Parks a ceder su asiento en 1955 o la decisión de los padres de Ruby Bridge de enviarla a una escuela “para blancos” en 1960, los disturbios de Stonewall catalizaron el hastío de una minoría que exigía algo tan elemental como contar con los mismos derechos de la mayoría.

Un año después, miles de personas se concentraron frente al Stonewall Inn y marcharon hasta el Central Park, en lo que se considera la primera Marcha del Orgullo Gay. El activismo a favor de los derechos de homosexuales, lesbianas y trans pasó a ser más explícito e impaciente, dejando atrás la mesura y la búsqueda de “respetabilidad” que habían marcado a las agrupaciones gays hasta ese momento.

En la actualidad, la Marcha es un evento que se celebra en todo el mundo, aceptado como cualquier otra manifestación ciudadana. En Argentina se lleva adelante el primer sábado del mes de noviembre, en conmemoración de la fundación en 1967 de "Nuestro Mundo", el primer grupo de reivindicación gay de Argentina, pionero también en Latinoamérica. Pero esta naturalización no fue siempre tal. El espíritu festivo y provocador de la marcha fue muchas veces criticado, incluso por quienes apoyaban las reivindicaciones pero preferían defenderlas pasando más desapercibidos.

Como escribió Carlos Jáuregui, recordado activista LGBTI, “en una sociedad que nos educa para la vergüenza, el orgullo es una respuesta política”. Gracias a la obstinación de una minoría intensa y provocadora, que optó por el orgullo como respuesta y no siguió el camino “respetable”, hoy todos podemos beneficiarnos del matrimonio igualitario, el derecho elemental a casarnos con quien queramos, sin que nuestras preferencias sexuales nos limiten, como ya no nos limitaban ni nuestra raza ni nuestra religión.

Desde 2015, un grupo de periodistas y activistas lanzó el colectivo Ni una Menos con el objetivo de denunciar la violencia machista. Partiendo de la constatación de que “en Argentina cada 30 horas asesinan a una mujer sólo por ser mujer”, busca que desde el Estado se genere conciencia sobre la violencia de género, se otorgue asistencia y protección a las víctimas, y se garantice una educación sexual que apunte a combatir la discriminación de género, entre otras consignas.

Existen dos críticas al colectivo Ni una Menos que resultan, a los ojos de la historia, al menos extrañas. La primera refiere a que la violencia es un mal que padecemos hombres y mujeres y que denunciarla por sectores es ineficaz o incluso mezquino. La segunda, hace foco en la crítica a los excesos verbales o generalizaciones injustas de quienes denuncian, tildándolas de “poco empáticas”e incluso contraproducentes para la causa.

Por supuesto, los hombres somos víctimas de violencia: padecemos robos, palizas, insultos e incluso asesinatos. La diferencia es que eso nunca nos ocurre por ser pareja, ex o simple objeto de deseo de una mujer. Podemos pasar de noche frente a un grupo de mujeres sin sentir miedo. Podemos subir a un taxi sin preocuparnos por la mirada de la taxista, ni tener que padecer sus avances. Podemos participar de una reunión de trabajo sin que nos pidan siempre preparar el café. Podemos tener sueño sin que nuestra mujer nos grite que tiene ganas y, siempre por culpa nuestra, termine fajándonos. Y podemos estar seguros de que, luego de ser agredidos, nadie nos trataría de trolos, buscones, histéricos, hierveconejos o calientapavas. Como los blancos que viajaban junto a Rosa Parks o los heterosexuales que frecuentaban el Village, los hombres no vivimos en el mismo mundo que las mujeres.

Así como con las luchas por los derechos civiles de los negros o de la comunidad LGBTI, el reclamo que catalizó Ni una menos no está exento de excesos o generalizaciones injustas. Es lo que suele ocurrir cuando una minoría se cansa de padecer una discriminación recurrente, cuando el reclamo urge porque la que está en juego es la propia vida.

En nuestros días es fácil apoyar la lucha de Rosa Parks o la Marcha del Orgullo Gay, lo difícil es aceptar que los métodos extremos son parte del proceso que logra que los derechos avancen, hoy y hace medio siglo.

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Pablo Muract

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