Es inminente el anuncio de la entrega al Fondo Monetario Internacional. El gobierno amarillo lo festeja como si fuera un gol de Higuain. La primera imagen que se me vino a la cabeza es una metáfora que se utiliza con frecuencia cuando se enfrenta una situación de catástrofe y las víctimas hacen como que no pasa nada: la orquesta del Titanic que siguió tocando mientras el gran trasatlántico que había impactado con un gigantesco Iceberg, se iba irremediablemente a pique.
Indagué sobre si ese relato fue real o se construyó como un mito. Y encontré datos muy curiosos, con muchos más aspectos equiparables a la situación actual y un simbolismo que permite interpretar lo actual y lo porvenir en el transcurso de una película cuyo final ya conocemos. Nada más que porque la Argentina es como un cine continuado con una sola película que apenas llega al final, vuelve a comenzar; como un sino terrible que no nos abandona por frustrarnos el destino de grandeza que alguna vez nos dijeron que nos correspondía.
La historia de la Wallace Hartley Band, la orquesta que tocó en el Titanic mientras se hundía, se la debemos al relato que Mary Hilda Slater hizo a un diario de Massachusetts (EE.UU.) el viernes 19 de abril 1912; sólo 24 horas después de pisar tierra. Luego otros supervivientes confirmarían que los músicos tocaron hasta la muerte. La orquesta estaba compuesta por ocho músicos y tomaba su nombre del líder, Wallace Henry Hartley, un inglés de 33 años que al igual que los siete músicos restantes, pereció en el desastre.
La White Star Line -la empresa propietaria del RMS Titanic- había contratado a los ocho músicos a través de la Black Talent Agency, una sociedad de Liverpool que acaparaba la animación musical de los barcos de distintas compañías gracias a sus bajos precios. Por lo tanto, la banda no cobraba sino a través de esta “colocadora de artistas”.
Jock Hume era el violinista de la orquesta. Un joven escocés de 21 años, amable que procedía de una familia de músicos. Por su participación musical cobraba 6 libras con 6 chelines al mes. De esa suma se descontaba el valor del uniforme -que era obligatorio para tocar- y de su mantenimiento.
“Ni Dios mismo podría hundir este barco”, se jactó uno de los 891 tripulantes del opulento buque que zarpó el 10 de abril de 1912 con 1336 pasajeros a bordo, entre ellos, la “flor y nata” de la sociedad angloamericana.
El mundo, al menos el mundo occidental, se encontraba en plena euforia de la “belle époque”. Aunque era “bella” para unos pocos afortunados y muy difícil para la mayoría de los mortales. La sociedad acomodada recogía las utilidades de la revolución industrial que combinaba el esplendor del imperialismo británico con un prepotente capitalismo que se abría paso en andas del liberalismo económico y el positivismo científico. Los avances en el campo de las ciencias y la tecnología inocularon en la sociedad de comienzos del siglo 20 un optimismo irrefrenable. El futuro no podría presentarse más halagüeño. Casi como si leyéramos Clarín o La Nación por estos días.
El buque era una de las maravillas de su época: con casi 270 metros de largo y 30 metros de ancho, en la cubierta del Titanic entraban tres canchas de fútbol. Desde la cubierta principal hasta la quilla, el Titanic medía 57 metros de alto y cada una de sus tres anclas pesaba 15 toneladas. El casco pesaba 46.000 toneladas y cada una de sus cuatro chimeneas medía 48 metros de altura y 7 metros de diámetro.
Pero el navío más grande del mundo era también el más lujoso: un “palacio flotante” cuyas salas, restoranes, salones, piscinas, baños turcos, gimnasios y jardines interiores rivalizaban con los mejores hoteles. Aunque ese lujo estaba reservado sólo para los millonarios y las celebridades que viajaban en primera clase y contrastaba con los sufridos inmigrantes hacinados en tercera clase. Un boleto en la primera clase del Titanic costaría hoy el equivalente a 100.000 dólares.
La White Star Line había previsto inicialmente colocar 64 botes (con capacidad para 60 pasajeros cada uno) para las 2.227 personas que irían a bordo, pero su presidente, Bruce Ismay, decidió reducirlos a sólo 16, más cuatro balsas inflables, para ganar espacio y no “contaminar” visualmente el panorama que se apreciaba desde la elegante cubierta del barco.
La noche del domingo 14 de abril se desató la tragedia. El choque con un iceberg a las 23.40 haría desaparecer al majestuoso buque que nadie volvería a ver hasta que el 1° de septiembre de 1985 la misión del oceanógrafo estadounidense Robert Ballard descubrió sus restos en las profundidades del lecho oceánico.
Para ganar prestigio se propusieron llegar a destino antes del tiempo fijado. Por la misma razón ignoraron las advertencias sobre la presencia de témpanos en la zona por la que navegaba. En la construcción del casco del barco se utilizaron materiales inapropiados. Por razones “estéticas” se redujo la cantidad de botes salvavidas. Estas causas, más una serie de errores e irresponsabilidades se unieron para desencadenar la tragedia que causó la muerte de 1.512 personas, en su mayoría inmigrantes que viajaban en tercera clase y tripulantes.
En el aspecto metafórico, el hundimiento del Titanic significó el fin de una época y con el tiempo llegaría a representar el momento en el que la humanidad perdió su inocencia y su sensación de seguridad. Terminaba el reinado de Eduardo VII en Inglaterra (1901-1910)–, y antes de la Primera Guerra Mundial, los hombres todavía creían que todo lo que vendría sería fabuloso.
Como señala con elocuencia Walter Lord en su libro Una Noche Para Recordar: “En 1912, las personas tenían confianza. Ahora nadie está seguro de nada, y cuanto más inseguros nos volvemos, más añoramos la época dichosa en que conocíamos todas las respuestas. El Titanic simboliza esa época o, lamentablemente, su final. Cuanto peor se ponen las cosas ahora, más pensamos en ese barco y en todo lo que se hundió con él”.
Cierro esta relación en la que me parece ver a un gobierno que festeja el “acuerdo” con el FMI como metáfora de la única travesía del Titanic, que se fue a pique mientras la orquesta tocaba como si no pasara nada. Los de primera clase se aseguraron los escasos botes disponibles; igual que en nuestra Argentina de hoy. Mientras que tripulantes y pasajeros de tercera se perdían en las heladas aguas del Atlántico Norte.
Por eso me permito pensar que el hundimiento del Titanic no sólo fue el naufragio de un barco sino una señal del comienzo del fin de una época y de un modo de entender las relaciones humanas. Aquel tiempo que terminaba dio paso a grandes convulsiones políticas y sociales que se saldarían durante más de la mitad del siglo XX con revoluciones y guerras, dos de ellas mundiales. Una época se acababa y su fin puede retratarse con una oscura anécdota de la que es involuntario protagonista el joven violinista de la Orquesta del Titanic.
El 30 de abril de 1912, a las dos semanas de morir Jock Hume (el violinista), su padre recibió una carta de la empresa de músicos. No era de pésame. La misiva decía: "Muy Sr. Nuestro. Estamos obligados a comunicarle que debe pagar la suma de 5 chelines que nos adeuda, tal como consta en la factura que adjuntamos, en concepto de gastos pendientes del uniforme de su hijo". Y adjuntaban la factura con la indicación de que era para completar el pago del uniforme sin mencionar que el músico, el barco y el uniforme se habían perdido en el océano.
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