Y el trabajo es la realidad que la corresponde y la dignifica; no sólo porque cubre las demandas básicas -como comer o vestirse, curarse o educarse- sino porque además nos permite proyectarnos, consolidar nuestra existencia con logros, esperanzas, tropiezos y fracasos; eso es un “proyecto de vida”: ¿qué quiero?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?.... Y un proyecto –cualquiera sea (político, económico, laboral) se construye, como una pared que va ladrillo a ladrillo; o mejor como una pirca, que tiene muchas figuras irregulares pero que puestas de acuerdo forman un indestructible en el tiempo; cuando no se cuenta con el recurso de una materia prima, muchas veces es necesaria la deconstrucción para poder construir sólidamente.
El trabajo es odioso cuando nada hay de eso, cuando las condiciones laborales no permiten sacar la cabeza de la bolsa y todo es un comedero de sesos por el esfuerzo, la meritocracia, ponerse la camiseta, conformarse, no pensar, deshumanizarse… ¡aunque se gane mucho dinero! Pensemos que para el innombrable el salario es un “costo” (sic) y que, por el contrario, un proyecto de país hizo que el salario de los argentinos y de las argentinas fuera hace unos pocos años ha el más alto de Latinoamérica. Entonces uno concluye que trabajar horas y horas por monedas es denigrante, y, además, hay que hacer la extra de terapia al capital que –pobrecito- nunca le alcanza (como si a uno le sobrara); es complicado cuando la necesidad existe y las oportunidades no están o no surgen aunque uno las riegue cada jornada; se hace cuesta arriba cuando uno trabaja sin que te guste lo que hacés, aunque lo hagas excelentemente –lo que no admite discusión alguna-, y la verdad de la milanesa –dice un amigo- es que no todos y todas podemos elegir (a veces en la vida, como mi Mamá) un trabajo que coincida con la vocación.
Y después de la pandemia, más convence que estar bien es un valor y, por ende, no tiene precio: eso quiere decir que con el dinero se puede comprar un remedio (¡absolutamente justo y necesario!) pero no la salud, como escribía la Madre de Calcuta; entonces suena desagradable, al menos, cuando en el colectivo un lunes a las 7 de la mañana se oye un “y… no queda otra”, como si laburar fuera la más severa resignación; es cierto que si uno tuviera esas necesidades resueltas probablemente no trabajaría remunerativamente, y vale la aclaración porque los monjes del Tíbet también trabajan.
Hace una semana se celebró el Día Internacional del Trabajador y la Trabajadora (no el precarizado, claro está) brota la fe por ese futuro inmediato que no debe admitir demasiada incertidumbre y permitir llevar dignamente el pan a la mesa hogareña; eso tampoco es magia ni viento de cola, si no la construcción de un proyecto que nos merecemos.