Publicado por revista Anfibia
Por: Nicolás Baintrub
Arte: Tomás Francisco Cuesta
Leonardo Sosa es un joven serio. La espalda recta, anteojos que parecen haber sido limpiados con esmero, un intento de barba candado. Sonríe poco, sin llegar a ser antipático. Tiene 23 años y es algo parco, nada más. Se dirige a la moza de manera amable, pide por favor su café y agradece cuando lo recibe. Después, este sábado soleado de mediados de julio, dice:
—Nuestro objetivo es que los kirchneristas tengan miedo de ser kirchneristas.
Revolución Federal, el grupo con ese objetivo y que fue fundado por Leonardo Sosa y otro joven de su edad, Jonathan Morel, hizo su primera aparición pública el 25 de mayo de 2022. La convocatoria por Twitter a la que llamaron La marcha de las antorchas invitaba a “perseguir políticos y periodistas que fueron cómplices de la vuelta del kirchnerismo”. Y “hacerlos mierda”.
Tanto Leonardo como Jonathan militaron la candidatura presidencial de Mauricio Macri en 2015. Eran adolescentes. Leonardo repartía boletas en Villa Ballester. Jonathan llegó a fiscalizar en alguna elección. Desilusionados por el rumbo económico del gobierno de Macri, al igual que muchos otros jóvenes del conurbano bonaerense, ambos se volcaron hacia el libertarianismo. Fue así cómo se conocieron, hacia fines de abril de 2022, durante un encuentro libertario en el partido de San Martín.
—Pero Jony y yo queríamos hacer algo mucho más arriesgado, mucho más concreto, que el espacio liberal no estaba haciendo. Ellos se quedaban en las redes, en el retuit. Nosotros queríamos conquistar la calle.
Primero armaron un grupo de WhatsApp -que en realidad era un chat, porque sólo tenía dos integrantes, ellos dos- y lo llamaron Revolución Federal. También compraron un megáfono. La idea de las antorchas fue de Jonathan: como es dueño de una carpintería -que abrió el año pasado con la plata de la indemnización por despido de un call center-, las podía hacer con madera, estopa de algodón y kerosene. Meses después, la mañana del 14 de septiembre, Jonathan dirá, en una entrevista telefónica con este cronista, lo siguiente:
—Uno de mis clientes es el grupo Caputo.
La empresa de Nicolás Caputo, “hermano del alma” de Mauricio Macri, lo habría contactado en marzo a través de una decoradora y le encargó muebles para un edificio en Neuquén.
—Hice dos facturas. Una por un millón de pesos y otra por 760 mil —dirá Jonathan.
También dirá que su carpintería nunca había tenido un cliente tan grande.
El 25 de mayo, tres semanas después de haber conocido a Leonardo, y poco después de haber sido contratado por el Grupo Caputo, Jonathan se paró frente al Cabildo con su amigo y encendieron sus antorchas. Repartieron algunas más entre otras señoras a las que Jonathan luego llamará, con cariño, las Mabeles, que también habían ido a protestar contra el gobierno. Para la siguiente fecha patria, el 9 de julio, ya tenían un grupo de WhatsApp nutrido con algunas vecinas y una guillotina fabricada en su carpintería que decía: Tod☀️s presos, muertos o exiliados.
—Tuvimos un pequeño debate en torno a la palabra muertos —dice Leonardo este sábado de julio.
—¿Cuál fue el debate?
—No, bueno, que es fuerte —dice Leonardo.
—Sí, es fuerte. ¿Ustedes quieren ver a los kirchneristas muertos?
—En realidad es una expresión de deseo. A nosotros los funcionarios nos cagaron la vida con los impuestos y los queremos presos o exiliados —dice Leonardo.
—O muertos, ponen en el cartel.
—Eso también forma parte de la expresión de la bronca —Leonardo hace un silencio corto y a continuación agrega algo razonable—. Hay puntos que no podemos tocar, no porque no tengamos ganas, porque el pensamiento humano es así, muchas veces se te pasa por la cabeza ‘quiero matar a alguien’ o ‘estoy sacado’, pero vivís en una sociedad, eso tiene consecuencias y entonces no lo hacés.
También dice esto:
—Es un milagro que todavía no haya aparecido alguien que se les plante a estos tipos con cosas más jugadas. En el mundo se escucha: tiroteos, cosas así.
Y esto:
—La gente lo dice: la quieren a Cristina muerta. ¿No?
Son las 2 de la tarde de un sábado de mediados de julio en un bar de Villa Adelina, zona norte del conurbano bonaerense, y todavía nadie gatilló una Bersa calibre .32 cargada con cinco balas a centímetros de la cara de Cristina Fernández de Kirchner.
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Jonathan Morel es de ese tipo de personas que sus amigos se alegran de ver llegar. Son casi las 6 de la tarde del miércoles 3 de agosto y hace el frío habitual de esta época del año y de este horario, es decir, mucho frío. Pero él atraviesa la Plaza de Mayo apenas abrigado con un buzo de algodón. Lleva un termo plateado debajo del brazo izquierdo, un mate verde en la mano derecha y un megáfono colgando. Se frena frente a la Casa Rosada, mira a su alrededor y, con una sonrisa en los ojos, dice:
—A ver dónde están mis viejas. Eh, mis Mabeles, mi grupo de jubiladas, ¿dónde se metieron?
Jonathan tiene 23 años y es flaco y espigado. La piel oscura y sin imperfecciones. Los ojos negros muy separados patrullan. Buscan. Hasta que encuentran: el grupo, conformado por una decena de mujeres, la mayoría de ellas de unos 60 años, y dos o tres varones jóvenes, uno de los cuales es Leonardo Sosa, está en Hipólito Yrigoyen y Balcarce, frente al ministerio de Economía. Las caras de la gente convocada a través del chat de WhatsApp de Revolución Federal se iluminan cuando lo ven. Está llegando tarde y hay bromas sobre su impuntualidad recurrente. Esa placidez durará poco. En menos de media hora va a pasar lo siguiente: el grupo se va a parar al lado del portón de rejas de la Casa Rosada que da a la calle Rivadavia y va a perseguir a cualquier persona que salga, sin distinción de edad, género o cargo. Se van a acercar a cada una de esas personas que acaban de terminar su jornada laboral todo lo que es físicamente posible -sin llegar a tocarlas-. Las bocas casi humedeciéndoles las orejas, y les van hablar en un tono paradójico que bien podría ser de grito o de susurro. Los labios apenas separados, los dientes chirriantes, van a masticar algunas de estas palabras y otras que resulta difícil inteligir si uno mantiene cierta distancia: kirchnerista, chorro, colgar, bala.
Dos señoras, una que lleva una bandera argentina anudada al cuello y otra que sostiene una cartulina azul con la inscripción “Harta de los corruptos”, van a filmar cada uno de esos trayectos con sus celulares casi tan pegados a esas orejas como las bocas de sus compañeros. No habrá violencia física por ahora: las personas insultadas y filmadas, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, van a mirar al suelo con temor o al frente con desafío, van a caminar rápido o muy lento, pero no van a reaccionar, y las personas que insultan y filman, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, las van a dejar de perseguir después de 40 o 50 metros para hacer lo mismo con el próximo o la próxima que salga de la Casa Rosada.
Sí van a patear, minutos más tarde, cualquier auto que intente ingresar por el portón –incluido el de Sergio Massa, que está a punto de jurar como ministro de Economía, pero no únicamente el suyo: cualquiera– y les van a golpear los vidrios y el capot mientras gritan kirchnerista, mientras gritan chorro, mientras gritan colgar, mientras gritan bala.
Aunque no van a hacerlo solos. A los integrantes de Revolución Federal se sumarán otras personas que no forman parte del grupo. Una de esas personas sería Fernando Sabag Montiel, quien todavía no gatilló una Bersa calibre .32 cargada con cinco balas a centímetros de la cara de Cristina Fernández de Kirchner.
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Fernando Sabag Montiel es todavía un desconocido y, si está acá, no llama la atención. Las cámaras de los noticieros y la policía ponen el foco en alguien que sí forma parte de Revolución Federal: Gastón Guerra. Gastón no mide mucho más de 1.70 pero es compacto, macizo. Está desaforado y embiste contra cada auto con patadas y golpes que se distinguen de las patadas y golpes de los demás por su ruido seco, profundo. El resto suena agudo; Gastón, grave. Intimida no sólo porque tiene fuerza sino porque parece fuera de control.
Cuando ya no quedan autos que patear, su cara sale en el noticiero de TN. Al principio es un plano medio, el tradicional de las entrevistas a manifestantes. Pero apenas empieza a llorar la cámara, astuta, se acerca, y la toma se convierte en un primer plano. Se ven sus ojos, húmedos incluso antes de contestar la primera pregunta del periodista Daniel Malnatti; su gorro, que lleva estampada la bandera de Gadsden: la serpiente cascabel en posición defensiva con la inscripción “Dont tread on me” (“No pases sobre mí”) que se volvió un estandarte libertario y que llevaban los manifestantes que intentaron tomar el Capitolio de los Estados Unidos el año pasado. De fondo, fuera de foco, la Casa Rosada.
—Cuando vivís con la soga al cuello ya no sabés qué hacer —dice Gastón, y parece, efectivamente, un hombre con la soga al cuello que ya no sabe qué hacer.
Señala con las dos manos a la Casa Rosada, como un actor que quiere ser visto desde la última fila, mientras dice:
—Ese acto —se refiere a patear autos— es un acto mínimo comparado con lo que están haciendo estas basuras.
La cámara se apaga y Gastón se queda solo. Ahora, un poco más lejos de toda esa gente que grita, de todo ese ruido, habla en un tono mucho más contenido que el que usó para hablar por televisión.
—No sé si vos sos padre. Pero el simple hecho de que mi hija me diga quiero esa golosina y ver que vale $300 y yo no puedo gastar esa plata en una golosina me duele mucho.
Ya no hay sobreactuación. No hay gestos efectistas ni metáforas hiperbólicas. Sólo un padre diciendo “me duele mucho”. Un padre que no puede pagar una golosina y cuya abogada, Gladys Egui, le alquila una habitación a Ximena de Tezanos Pinto, la vecina de Cristina Fernández de Kirchner. Un padre que estuvo en ese departamento y se sacó una foto en el balcón con el hashtag #VanACorrer.
Gastón pasará los siguientes 40 minutos custodiado, sentado en el cordón de la vereda, agarrándose la cara con las manos mientras la policía averigua si tiene antecedentes. Al final lo van a dejar ir. Él todavía no lo sabe, pero ya hay productores de radio y televisión intentando conseguir su número de teléfono. Al día siguiente van a volver a usar su historia.
—Este chico tiene razón en algunas cosas que dice —Gastón Guerra, a quien Jonatan Viale llama “este chico”, tiene 31 años, es de su misma generación—. Está mal lo que hizo, no resuelve nada con la violencia, pero quiero decir algo: ¿Cómo no entender la desesperación de la gente que se siente ninguneada y humillada por sus políticos? ¿Qué sentís vos, que ganás 70 u 80 lucas, cuando ves que Moria Casán juega a ser la diva argentina?
Después de editorializar en LN+ diciendo que entiende, que entiende la desesperación de Gastón Guerra, Jonatan Viale lo saca al aire en su programa de radio Rivadavia. Lo presenta entre risas: “Ayer explotaste. ¿Qué te pasó? (...) Contale a la gente lo que hiciste. Cuando llegó Massa con su camioneta le empezaste a dar con todo ja ja ja estabas recaliente”.
Los compañeros de Viale se confunden su nombre, lo llaman Santi. Cuando Gastón cuenta que el único político que le gusta es Javier Milei, uno de los panelistas lo interrumpe:
—Claro, te gusta que sea antipolítica, que quiera matar a la casta. ¿Eso te copa?
Es la tarde del jueves 4 de agosto y todavía nadie gatilló una Bersa calibre .32 cargada con cinco balas a centímetros de la cara de Cristina Fernández de Kirchner.
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Los fundadores de Revolución Federal tienen un plan: quieren tirar abajo las rejas de la Casa Rosada. Lo analizan en la carpintería de Boulogne, donde Jonathan construyó las antorchas y la guillotina de madera y cartón. Mientras toman mate sobre una mesa de trabajo cubierta de viruta, proponen una fecha: el 18 de agosto, durante la próxima manifestación a la que convocaron. Saben cómo hacerlo: es inútil empujar la reja porque se abre para afuera, no para dentro. Hay que tirar. Jonathan se para, se sacude el polvo del pantalón, desaparece durante unos segundos y vuelve con un malacate en la mano.
—Lo uso para tensar madera. Ponés dos tablones que pesan 300 kilos y te los hace concha. Tenemos que enganchar una linga de acero, la de remolcar aviones, a la reja de la Rosada y empezar a tirar con el malacate hasta que reviente. Y después que entren los que quieran entrar.
Leonardo se limita a asentir. Se acomoda en la banqueta. Está incómodo. Su ropa –un gorro de lana azul, un suéter blanco, los anteojos tan limpios como siempre– contrasta con el polvo de la carpintería, con las paredes descascaradas.
Jonathan apoya el malacate en la mesa de trabajo y empieza a hacerle algunos ajustes a la guillotina. Intenta poner un tornillo con un destornillador eléctrico y se lo clava en el pulgar izquierdo.
—¿Ves? Esto es culpa de Alberto y Cristina —cuando no está escrachando políticos, Jonathan no es solemne. Tiene sentido del humor—. Ahora se van a dar cuenta que aprendí carpintería por YouTube.
No es una ironía: aprendió carpintería por YouTube.
Una gota de sangre cae sobre la guillotina. Jonathan dice que le va a dar un toque realista. Después deja de reírse. Sigue hablando en segunda persona, pero no mira a nadie que esté acá, no se dirige a nadie en particular. Habla a quien quiera escuchar:
—Ya te prendí una antorcha, ya te llevé una guillotina de cartón, ahora capaz que te refacciono la guillotina y le pongo una cuchilla real, el 18 de agosto puedo llevar un malacate y reventarte la reja de la Casa Rosada. De a poquito esto se va volviendo más real. Fijate, flaco. Yo ya te avisé.
Pero todavía nadie gatilló una Bersa calibre .32 cargada con cinco balas a centímetros de la cara de Cristina Fernández de Kirchner.
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Preguntarles a Jonathan y a Leonardo por qué hacen lo que hacen conduce a respuestas genéricas: “Porque nos matan con impuestos” –¿qué impuestos exorbitantes paga Leonardo, que es empleado y vive con los padres?–; “Porque el gran problema de la Argentina es el kirchnerismo” –ambos dicen que ni a ellos ni a sus familias les fue mejor durante el gobierno de Cambiemos–; “Porque se robaron todo y viven como millonarios” –antes de la repregunta, Jonathan se adelanta y aclara que para él Macri también es “chorro y millonario”–.
Revolución Federal es un producto del conurbano bonaerense, bastión histórico del peronismo y donde suele definirse quién gana y quién pierde una elección. Jonathan y Leonardo son jóvenes de 23 años que buscan su lugar en el mundo. Ambos son hijos de la precarización laboral, el trabajo informal y la incertidumbre.
Leonardo pasó tres años, entre 2016 y 2019, sin conseguir trabajo. Nada. Recién encontró un trabajo -informal- cuando inventó en su currículum que tenía experiencia en el taller de chapa y pintura de su padre. Jonathan también necesitó mentir en el currículum, pero en vez de buscar durante años, tuvo diez trabajos: la otra cara de la moneda de la precarización. Vendió flores en la calle, limpió casas, lavó camionetas, fue canillita, organizador de eventos, vendedor en una ortopedia, empleado en una funeraria, mozo, atendió en un call center y al final logró abrir una carpintería con su cuñado en Boulogne. En agosto, durante una entrevista telefónica para el programa de radio de Ernesto Tenembaum, Jonathan se despidió diciendo: “Ernesto, sos un pelotudo. Buenas noches”. Eran las 8:23 de la mañana. Después lo explicó en un audio por WhatsApp: “Me quedó eso del call center, cuando no pienso el saludo, me sale automáticamente buenas noches”. En la entrevista con Tenembaum, se había presentado como “emprendedor”. La bio de su compañero Leonardo en Instagram es “?crypto inversor”.
¿Por qué el Grupo Caputo, una de las empresas constructoras más grandes del país, contrataría para un edificio en Neuquén a una carpintería de barrio de Boulogne, a más de 1.100 kilómetros, cuyo dueño de 23 años aprendió a trabajar la madera en YouTube?
Todavía nadie gatilló una Bersa calibre .32 cargada con cinco balas a centímetros de la cara de Cristina Fernández de Kirchner.
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Leonardo trae la guillotina en el auto de sus padres. La base es un prisma rectangular, hueco, forrado con la bandera argentina. Dentro de esa base hay algo así como 20 antorchas. Al final, este jueves 18 de agosto no hay malacate ni linga de acero porque la convocatoria no salió como esperaban y Jonathan no quiere quedar tan expuesto.
Muchos grupos se negaron a participar de esta marcha. Pero están las mujeres de siempre: las señoras que duplican o en algún caso triplican en edad a Jonathan y Leonardo. Las coberturas periodísticas por lo general no las incluyen. Tal vez haya un sesgo de género también para retratar la violencia. Pero es cierto que varias de ellas, como Sabrina Basile, de 53 años, la más cercana a los fundadores del grupo, no hablan con la prensa. Otras, sí. Nora, 56 años, suele gritar con su propio megáfono. Tiene un humor un poco soez. Hoy trae un cartel que dice “Van a correr en culo” y explica que viene a defender la Constitución y la democracia. Itatí, 65 años, la voz suave, balsámica, está esperando que una junta militar tome el poder. No quiere una dictadura, quiere que gobiernen los militares para después recuperar una democracia sana. Macarena, 49 años, santacruceña, vino para que desaparezcan los planeros. Todas cantan, juntas: “Yo soy Mabel, yo soy Mabel, no tengo miedo, van a correr”. En un contexto de radicalización de los jóvenes en el mundo, tal vez no se esté hablando lo suficiente de la radicalización de las Mabeles en la Argentina.
También hay, como siempre, gente que no pertenece a Revolución Federal pero que llega atraída por sus convocatorias. Está José Derman, que algunas semanas después será detenido por “intimidación pública” e “incitación a la violencia”. En el Centro Kyle Rittenhouse, su base en La Plata que lleva el nombre de un joven que asesinó a dos personas en Wisconsin durante una manifestación en contra del racismo, la policía encontrará simbología nazi y munición de guerra: un proyectil de mortero de 83 milímetros.
El olor a kerosene anuncia lo que va a venir. Leonardo reparte antorchas a quien quiera recibir una. La guillotina está al lado de las rejas de la Casa Rosada junto a una bandera que dice “Al kirchnerismo cárcel o bala”, pero ya nadie le presta atención. Jonathan pide a través del megáfono que todos hagan un círculo y junten las puntas de sus antorchas, todavía apagadas, en el centro. Después enciende la suya y, con la suya, todas las demás. La Plaza de Mayo queda iluminada con una luz vacilante, distinta a la del resto de las noches. Al principio, durante algunos minutos, cada uno sostiene su antorcha en calma. Hasta que alguien revolea la primera y después vuela una, y otra, y otra más. Entre esta gente que ahora tira antorchas encendidas contra la Casa Rosada, está también Brenda Uliarte. Su novio, Fernando Sabag Montiel, todavía no gatilló una Bersa calibre .32 cargada con cinco balas a centímetros de la cara de Cristina Fernández de Kirchner.
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26 de agosto. Vivo de Twitter de Revolución Federal. Habla Jonathan:
—Hoy por ejemplo veía cómo Cristina saludaba a La Cámpora y a la militancia y decía, lástima que a mí ya me conocen la cara porque si no sabes cómo me infiltro ahí una semana y espero a que baje…Pero yo te juro…si a mí no me conocieran los nenes de La Cámpora yo voy te canto ahí la marcha peronista siete días seguidos y en cuanto puedo paso a la historia. Después me linchan. Pero paso a la historia.
Todavía nadie se hizo pasar por un militante para gatillar una Bersa calibre .32 cargada con cinco balas a centímetros de la cara de Cristina Fernández de Kirchner.
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Son las 9.58 de la noche del jueves 1 de septiembre. Jonathan Morel se entera por un mensaje de WhatsApp que Fernando Sabag Montiel acaba de gatillar una Bersa calibre .32 cargada con cinco balas a centímetros de la cara de Cristina Fernández de Kirchner.
—Ahí estoy viendo, casi la mata, ¡No salió el tiro, la concha de su madre! —dice por audio.
Leonardo Sosa tuitea: “En caso de que todo sea real, que se trata de un brasilero es el dato más deprimente de todos. Eso significa que ni un solo argentino estaría dispuesto a sacrificarse por su patria”.
El tuit fijado de Leonardo dice “Haga patria, persiga al kirchnerismo”. La bio de Jonathan, “Bala a los kirchneristas”. Las frases siguen ahí una semana después del atentado, Jonathan avisa que van a seguir igual, que él sólo invita a que la gente se manifieste en contra del gobierno. Que él no mata ni una mosca. Que es muy fácil: si no se presentan a elecciones, no va a pasar nada más.