¿Qué artista no exorcizó alguna vez una experiencia clave en su vida a través de una canción? Hubo quienes lo consumaron con talento y gracia y quienes lo hicieron con más torpeza o cursilería. Con “Maggie May”, Rod Stewart exhibió públicamente un trauma personal que de pronto, insospechadamente, se convirtió en materia prima para un hit.
En Estados Unidos, un mercado que cualquier artista inglés desea conquistar, primero fue lanzado como cara B del single “Reason To Believe” y, a raíz del éxito que tuvo, fue reeditado pero como cara A de otro disco simple. En el Reino Unido no hubo muchas vueltas: fue primer corte y las veintiún semanas al tope de los charts son una muestra palmaria de la empatía que provocó una historia en la que un jovencito cuenta su debut sexual con una mujer mayor y asegura “sentirse usado” con una mezcla de candidez, vergüenza y frustración que en la voz de Stewart suenan verdaderas. “La historia es verdadera -remarcó el cantante en la época del gran suceso de la canción-. En julio de 1961 fuimos con unos amigos al Festival de Jazz de Beaulieu. Yo tenía 16 años y estaba saliendo de mi fase beatnik y empezando a transformarme en mod. Era un período de cambios y de cierta confusión para mí. En ese festival, que se hizo en una bucólica finca de Edward Douglas-Scott-Montagu, un barón inglés que se hizo famoso por haber ido preso en la década del 50 acusado de ‘tener una conducta homosexual’, sucedió lo que cuento en ‘Maggie May’. Es una canción, siempre hay algo de ficción, está claro, pero se parece mucho a lo que ocurrió, o al menos a lo que yo sentí que ocurrió”.Ads by
Stewart y un grupo de amigos se colaron en el festival y usaron la poca plata que tenían para depositarla velozmente en la caja registradora de la carpa de despacho de cerveza. En ese ambiente caldeado por la sed inquebrantable de todos los que lo animaban conoció a una mujer bastante mayor que él -”¿40? ¿50?”, se preguntó- y terminó viviendo con ella una de esas experiencias imborrables de las que hablábamos al principio: un debut sexual incómodo, forzado, sobre el césped húmedo, cuando empezaba a caer la noche. Es obvio que la situación ni se acerca al abuso, pero también es sensato suponer que el joven Rod -tenía 16 años- no la pasó del todo bien aquella vez.
Diez años más tarde Rod decidió rememorar aquel momento inquietante a través de una canción que se volvería la carta de presentación de un muy buen disco, Every Picture Tells A Story (1971) y también un caballito de batalla de sus conciertos. A pesar de que tenía una carrera solista en despegue y un buen contrato con el sello Mercury Records para apoyarla, Stewart seguía cantando con los Faces -banda de la que también fueron parte Ron Wood y Glen Matlock (Sex Pistols)-. Pero ya olfateaba que ese proyecto iba a naufragar, algo que efectivamente ocurrió dos años más tarde, cuando la banda lanzó su disco de despedida, Ooh La La (1973) en medio una crisis insostenible. Y quería hacer un disco que tuviera más personalidad que sus dos predecesores, cargados de covers convencionales de Elton John, Bob Dylan, Small Faces y los Stones. Lo logró: Every Picture Tells A Story suele ser considerado, con justicia, el mejor disco solista de un artista que, vale la pena señalar, hoy tiene más de cincuenta años de trayectoria. “Maggie May” cumple un papel destacado en ese álbum. Tuvo ese rol especial en la época de su edición y lo mantiene hoy: en Spotify es por lejos el track más reproducido de Rod Stewart, incluso por encima de su súper hit de finales de los 70, “Da Ya Think I’m Sexy?”.
En ese tercer disco fue muy importante el papel de Martin Quittenton, guitarrista de Steamhammer, una banda de blues que había acompañado a una de las grandes figuras del género, Freddie King, en un par de tours por Inglaterra a finales de los 60. Stewart necesitaba un socio musical que tuviera tanta experiencia con la guitarra eléctrica como con la acústica y Quittenton era un especialista muy rigurosamente formado, sofisticado y elegante ya a primera vista.
El primer encuentro entre ellos selló la sociedad. Fue en la casa que Rod tenía en Muswell Hill, un señorial distrito del norte de Londres. Apenas desenfundó la guitarra, Quittenton tocó “It’s All Over Now, Baby Blue”, clásico de Bob Dylan y un favorito de Stewart. En esa misma reunión el guitarrista también se animó a mostrar una composición que había terminado en esos días y Rod empezó a canturrearle encima la letra de “Maggie Mae”, la versión de una canción tradicional del folk de Liverpool de apenas 40 segundos que los Beatles grabaron para Let It Be (1970). Esa improvisación casera y desprolija fue el germen de uno de los mayores éxitos de la carrera de Rod Stewart. La original, se sabe hoy, era muy popular entre los marineros ingleses del siglo XIX, pero en manos de Stewart su espíritu cambió casi por completo. Acostumbrado a una modalidad específica de trabajo -escribir sus letras en base a lo que sugiere emocionalmente una música-, cuando escuchó lo que compuso Quittenton el vocalista viajó con la memoria hasta aquella noche accidentada del debut sexual que lo hizo sentirse como “un tonto de primera clase” (lo canta con sentimiento) y escribió la letra de un tirón, después de escuchar un par de veces la pista instrumental grabada en los Morgan Sound Studios de Willesden, en Londres.
“Todavía conservo el cuaderno negro con un ribete rojo en el que anotaba todas mis letras -contó Stewart hace poco en una entrevista-. Si revisás ese cuaderno vas a encontrar una gran mayoría de canciones típicas con estrofas y estribillos. ‘Maggie May’ es de las pocas que tiene otra forma, la estructura de una narración. Es una especie de cuento corto. La otra particularidad es que en esa letra siempre hablo de Maggie a secas. Agregamos el May en el título por la canción tradicional que tenía en la cabeza cuando la escribí. Para grabarla, no ensayamos nada. Eso era lo lindo de aquella época. Los músicos se juntaban en el estudio y creaban con una espontaneidad asombrosa”.
Esos músicos impulsados por la inspiración eran Quittenton, Ian Mclagan en teclados, Micky Waller en batería y Ray Jackson en mandolina. El sonido de la mandolina es muy importante en la canción. Creado en Italia a fines del siglo XVIII, este instrumento tuvo generalmente un rol secundario en el mundo del rock y el pop, pero a finales de los 60 se produjeron algunas apariciones estelares que lo pusieron en el candelero: la versión del tema de Robert Johnson “Love in Vain”, de los Rolling Stones; “Rag Mama Rag”, de The Band; “Friend of the Devil”, de Grateful Dead… Y además Jackson era un virtuoso: su pericia y su imaginación con la mandolina eran evidentes en los discos de Lindisfarne, otra banda de folk inglesa que Stewart había escuchado mucho. Así que todo encajó a la perfección.
Una curiosidad de la grabación del tema es el paso de comedia con la batería: Waller llegó a la sesión con una batería incompleta, sin los platillos. Pero tocó igual, y el sonido de platillos fue agregado más tarde, en otra jornada de grabación y edición. “No era el mejor escenario, pero yo no estaba en aquella época en condiciones de suspender un día de estudio -explicó Stewart-. Si lo pagaba, lo usaba. Zafamos porque Micky era un baterista experto, formado en la misma escena de jazz británico en la que se formó Charlie Watts. Cuando añadimos los platillos decidimos que suenen más tenues que lo usual. Y eso es lo que en mi opinión le dio a ‘Maggie May’ un ritmo más cortante”. Una vez más, un error transformado en fortaleza. El resto lo hicieron las violas de Ron Wood: una introducción acústica muy sugerente y unos overdubs (superposiciones) con punteos bluseros que funcionaron muy bien por contraste con el final más jovial protagonizado por la mandolina que Stewart le encargó personalmente a Jackson. Al margen del hit que se grabó en estudios, hay una versión memorable de esta canción, la del unplugged de 1993 con un Ronnie Wood en estado de gracia.
Pero lo más notable de la historia de esta canción es que, como algunos otros hits que han sido reseñados en esta sección, estuvo a punto de quedar fuera de Every Picture Tells A Story. Su duración (casi seis minutos) y la ausencia de un estribillo “tarareable” no convencía a los directivos de Mercury a pesar de la decisión inicial de lanzarla como single. Entonces entró a jugar la fortuna: había siete tracks definidos, faltaba un tema para completar un disco de 40 minutos y lo único que tenía a mano Stewart era “Maggie May”, que lo puso cara a cara con un recuerdo algo ingrato pero muy pronto, sin que nada estuviera planificado, le dio una de las grandes alegrías de su vida artística, un atajo hacia la redención.
Fuente: Alejandro Lingenti, La Nación