Hacia 1880 circulaba en los ambientes políticos nacionales la idea de que el presidente de la república era “huésped” de la provincia de Buenos Aires. Y que, por extensión, lo eran también los otros dos poderes del Estado Nacional; todo lo cual implicaba que la Nación no tenía bajo sus pies un territorio al que pudiera llamar o percibir como propio ni la potestad de imperar sobre él.
La decisión, del presidente Nicolás Avellaneda, de federalizar la ciudad de Buenos Aires –hasta entonces cabecera de la Provincia de igual nombre– generó la inmediata resistencia de sectores económico-políticos interesados en cuidar sus intereses económicos y garantizar sus posibilidades electorales ante la cercana sucesión presidencial. Todo esto lo cual dio lugar a un enfrentamiento armado entre las fuerzas nacionales y las de la Provincia, gobernada entonces por Carlos Tejedor.
La acción militar fue, consecuentemente, decidida por el propio gobierno federal como vía excluyente de ejercicio del imperium, que hace a la esencia misma del Estado, a fin imponer una decisión política, en interés del mismo Estado Nacional.
El conflicto que debió afrontar Avellaneda avivaba en la memoria social los días de la secesión de Buenos Aires, derivada de la porteñísima rebelión del 11 de septiembre de 1852. A los sectores económicos y políticos interesados en mantener para la ciudad el monopolio del puerto, les había bastado en aquella oportunidad con presentar a Urquiza como la reencarnación de Rosas para que estallara el antifederalismo de los porteños, que conduciría a la creación del Estado de Buenos Aires, no sólo distanciado sino enfrentado a la Confederación Argentina. La situación duraría hasta que el fiasco de Pavón diera final al conflicto devolviendo la preeminencia a Buenos Aires –provincia, ciudad y puerto-, todo ello garantizado por la reforma constitucional de 1860.
Poco más de un siglo después, el fenecido ex presidente riojano acordó con Raúl Alfonsín una reforma constitucional que incluiría la autonomía de la ciudad de Buenos Aires a cambio del apoyo a la posibilidad de reelección presidencial, que era lo que al ex presidente riojano le interesaba. Como resultado de ese acuerdo, la UCR pudo llevar a la jefatura de gobierno de la Ciudad Autónoma al cordobés –altamente estimado por los porteños – Fernando De la Rúa. Ese cargo fue el trampolín que lo conduciría a la presidencia de la Nación, en un proceso que terminaría con Chacho Álvarez -su vicepresidente- promoviendo el regreso de Cavallo a Economía. El final de todo sería el corralito, movilizaciones, represión y muertos, que son las huellas que deja el capital financiero por donde pasa.
Conducido por el peronismo, en la persona de una vicepresidenta con fuertes convicciones y probada vocación y capacidad transformadoras, el gobierno nacional se encuentra hoy en Buenos Aires –ciudad de su residencia– con un gobierno neoliberal, altamente radicalizado en su discurso, en sus propuestas y en su accionar que se vale de la violencia discursiva, judicial y física para imponer “principios” que encubren sólo sus inconfesables intereses. Y con un jefe de gobierno que se yergue como uno de los “presidenciables” aprobados por todos los sectores concentrados de la economía y por los medios de comunicación integrados, socios o aliados a dicho capital.
A todo esto, a partir de la sanción de la Ley N° 5.688/16 de la C.A.B.A., promulgada siendo ya su jefe de gobierno Horacio Rodríguez Larreta, éste ejerce prácticamente todas las facultades que, hasta la creación de la Ciudad Autónoma desempeñaba la Policía Federal, precisamente en virtud del carácter federal de la ciudad de Buenos Aires.
Todo lo cual deviene en la desfederalización de la ciudad y en la apertura de un marco de ambigüedad respecto de la potestad presidencial acerca del lugar de su residencia. Ambigüedad, hay que decirlo, más aparente que real y notoriamente fáctica porque la legislación en tal sentido es clara. A ello habría que sumar las dificultades que exhibe el presidente de la Nación para tomar decisiones, con lo que la aparente ambigüedad de la situación, paradójicamente, se solidifica. Y esto, es sabido, lejos de disolver las contradicciones que hacen a la política y la expresan, las intensifica, las agudiza: siempre. ¿Por qué? Porque en situaciones como esta, las mismísimas ambigüedades e imprecisiones oscurecen los caminos para superarlas y poder salir de ellas diluyendo los conflictos.
Así las cosas, cuando, frente a las violentas y burdas acusaciones militantes del fiscal Luciani, el peronismo de Buenos Aires –Capital y GBA–, concurrió a brindar su solidaridad a la conductora del Movimiento Peronista, Cristina Fernández de Kirchner, el señor Rodríguez Larreta cercó la zona de residencia de ésta y reprimió a los manifestantes, jugando a mostrar que en la ciudad de Buenos Aires gobierna el Pro y marcándole la cancha al Poder Ejecutivo Nacional, en una irreverente mojada de oreja al Estado Nacional.
Esta situación de ambigüedad fáctica –que adquiere tal envergadura al ser tolerada por el presidente de la Nación–, hizo pasar casi como normal la violencia ejercida por la policía de Larreta y el cerco político que de ese modo se imponía no sólo a la persona de CFK sino al propio Poder Ejecutivo Nacional. Debieron producirse –además de la movilización y el coraje de la militancia peronista–, operaciones, maniobras y reclamos de orden político, administrativo y judicial para que la policía de la ciudad se hiciera a un lado y se activara –al fin– la protección de la vicepresidenta por parte de la Policía Federal. No obstante, las ambigüedades y debilidades mostradas por la máxima autoridad de la república, dejaron filtros que desde los sectores más absurdos y violentos, que expresan lo más granado de los intereses de las fracciones de poder económico mencionadas más arriba, tuvieron margen para hacerse paso y atentar contra la vida de la vicepresidenta.
Y una vez más, la salida masiva del pueblo a las calles de todo el país puso equilibro, al menos transitorio, a favor de los intereses colectivos.
Pero es necesario avanzar claramente en dos terrenos, porque es en las ambigüedades jurídicas y políticas donde medran los bandidos: una es la definición clara y contundente de que el Poder Ejecutivo Nacional tiene imperio sobre el lugar de residencia que le asigna la Constitución, no pudiendo, ninguna otra autoridad, en situación normal, imponerle condiciones.
El primer terreno, es el de las definiciones, es decir, el de las normas. Y algunas de ellas están dadas.
Por ejemplo, en su segundo párrafo, el Art. 129 de la Constitución Nacional dice:
“Una ley garantizará los intereses del Estado nacional, mientras la ciudad de Buenos Aires sea capital de la Nación”.
A tal efecto se promulgó la ley N° 24.588, sería rectificada en 2007, por la ley N° 26.288, cuyo primer artículo expresa: “Sustitúyese el texto del artículo 7° de la Ley N° 24.588 por el siguiente: "Artículo 7°: El Gobierno Nacional ejercerá en la Ciudad de Buenos Aires, mientras sea Capital de la República, sus funciones y facultades en materia de seguridad con la extensión necesaria para asegurar la efectiva vigencia de las normas federales.” Se cae de maduro que la seguridad de los miembros de los tres poderes federales, es uno de esos temas excluyentes.
El segundo tema en cuestión, es el de las acciones: en el caso referido, se trata del cumplimiento de las normas existentes. Y esto, corresponde al campo sustancial de la política, es decir, al ejercicio del poder.
De modo que, tras la dolorosa experiencia de presenciar un atentado contra la vicepresidente de la Nación y cabeza política del frente gobernante, y habida cuenta de que el Soberano ya se pronunció en todas las plazas del país, sería bueno recordar algo que dijo Avellaneda (aquel que canallescamente quería “honrar la deuda con el hambre y la sed de los argentinos”, pero que frente a la rebelión porteño-bonaerense de 1880, actuó como debía): “No hay nada en la Nación superior a la Nación misma”.
Por ahí sería bueno recordarle al señor abogado y profesor de derecho que preside la Nación Argentina con un muy marcado esmero por respetar la ley y el orden, que lo que trasciende el enunciado de las normas morales, de las consignas y de leyes, es su aplicación, su traslado a la realidad. Y esto, señor presidente, es la política.