Miércoles, 16 Octubre 2024

La libertad es fiebre

Publicado el Sábado, 24 Febrero 2024 19:31 Escrito por Guillermo Ricca

Vamos a partir de una premisa básica que fue enunciada muy claramente por un politólogo, Isahía Berlin[1], en 1957: para los liberales, la única libertad que hay es la no interferencia de otros en mis propósitos y en el modo de llevarlos a cabo. Es lo que él mismo denomina libertad negativa. Berlin, incluso cuando considera que no es justo que esa libertad se realice a costa de la libertad de otros, no es partidario de limitar el libre dejar hacer para que esos otros puedan gozar de un poco de la misma libertad.

Si yo no tengo lo mínimo y necesario para vivir, la libre no interferencia en mis propósitos es irrelevante. Pero, dice Berlin, no está claro que limitando mi libertad se solucione el problema de la explotación, la opresión y la injusticia. Esta formulación, entendida como libertad negativa, es decir, la única libertad que hay, exige que nadie interfiera con mis emprendimientos, para traducirlo a un lenguaje que nos es próximo,  y es hoy, el mismísimo huevo de la serpiente. Incluso Berlin dice que no está claro que haya una relación estrecha entre la libertad así concebida y la democracia; son cosas diferentes. En efecto la democracia es el gobierno de las mayorías, algo que puede ser opuesto a la libertad de los individuos, entendida de esta manera. Por lo tanto, encontramos aquí el germen de la idea libertaria: solo hay individuos, y estos no deben ser obstruidos por nadie: ni por el Estado, ni por organizaciones de ningún tipo, ni por derechos de sujetos colectivos, léase: trabajadores, mujeres, diversidades, minorías, etc. Desde esta concepción negativa de la libertad, los esclavos todavía estarían esperando sentados la Asamblea del año 13 o estarían cosechando algodón en Missouri. Las mujeres aun estarían esperando el derecho al voto y los niños la regulación del trabajo infantil. Las diversidades aun estarían esperando leyes que les otorguen derechos civiles y sociales y así podríamos seguir. Si bien Berlin es un liberal moderno, deforma deliberadamente el sentido de lo que él denomina “libertad positiva” que sería libertad para…para lograr cierta autorrealización, humana, social, política, nacional, etc. La libertad positiva sería más acorde con la democracia entendida como voluntad general o voluntad popular. La libertad positiva es, como lo han dicho mucho de quienes la formularon, entre ellos Spinoza, y en esto Berlin es justo, una forma de autogobierno o de autodeterminación. Mientras que la libertad negativa es simplemente libertad “de”: libertad de que no se me opongan obstáculos para hacer lo que se me cante.

Ahora, el tema de la libertad positiva que Berlin despacha en dos páginas de su ensayo Dos conceptos de libertad, es un tema bastante más complejo. Nos lleva aun tema viejo de la Filosofía política, formulado con una especie de paradoja: la servidumbre voluntaria. Tema planteado inicialmente por un adolescente francés, Etienne de la Boetie, amigo de Michel de Montaigne, gran ensayista del siglo XVI bajo el título “Discurso de la servidumbre voluntaria”. Aquello que De la Boetie se pregunta es un poco inquietante. ¿Por qué hay servidumbre y no más bien no servidumbre? ¿Por qué hay servidumbre y no más bien libertad? Pregunta que, además, justifica la existencia de la política. No siempre hay política. Hay política cuando un grupo de seres humanos se organiza para emanciparse de la servidumbre. Política es la organización de la liberación humana y no una simple administración de las cosas. Esta pregunta, es en cierto modo reformulada por Spinoza y llega hasta nuestros días, por ejemplo, en el Anti Edipo de Deleuze Guattari, uno de los libros de filosofía más “bisagra” del siglo XX:

“El problema fundamental de la filosofía política sigue siendo el que Spinoza supo plantear (y que Reich redescubrió): «¿Por qué combaten los hombres por su servidumbre como si se tratase de su salvación?» Cómo es posible que se llegue a gritar: ¡queremos más impuestos! ¡menos pan! Como dice Reich, lo sorprendente no es que la gente robe, o que haga huelgas; lo sorprendente es que los hambrientos no roben siempre y que los explotados no estén siempre en huelga. ¿Por qué soportan los hombres desde siglos la explotación, la humillación, la esclavitud, hasta el punto de quererlas no sólo para los demás, sino también para sí mismos? Nunca Reich fue mejor pensador que cuando rehúsa invocar un desconocimiento o una ilusión de las masas para explicar el fascismo, y cuando pide una explicación a partir del deseo, en términos de deseo: no, las masas no fueron engañadas, ellas desearon el fascismo en determinado momento, en determinadas circunstancias, y esto es lo que precisa explicación, esta perversión del deseo gregario”[2]

Acá el problema de la libertad se desplaza: la interferencia no es está en el dominador sino en el propio dominado, bajo la forma de la servidumbre. De La Boetie, y el propio Spinoza se interrogan por la persistencia, el arcano dice Spinoza, de la dominación: porque los muchos son dominados por un Uno.

En esto, las respuestas difieren: De La Boetie y Rosseau, por ejemplo, creen que los hombres nacen libres e iguales pero un infortunio, en el caso de De la Boetie o, en el caso de Rosseau, la misma civilización, conspiran para desviarlos de su propia naturaleza y arrastrarlos a la servidumbre. En cambio, Spinoza y Hobbes, creen también que el Estado natural de los seres humanos es la libertad y la igualdad, pero en ese estado, los seres humanos son enemigos entre sí porque desean lo mismo: riquezas, honores, reconocimientos, placeres y no hay para todos; al menos no en la misma medida. La política adviene en Spinoza y en Hobbes, para reparar ese estado de guerra de todos contra todos. No hay armonía natural del deseo humano, como sostienen de la Boetie y Rosseau.

Sin embargo, concuerdan en algo: ese infortunio que desvía a los seres humanos hacia la servidumbre es un afecto, una pasión; Maquiavelo la cuenta entra las más ruinosas de las sociedades, de los Estados y de las relaciones sociales: se trata de la adulación. La adulación crea a los tiranos y, a la vez, arruina a los políticos porque el tirano tiene un poder que lo excede tomado de la adulación de los muchos que creen, fascinados, que ese Uno los salvará, vaya a saber de qué amenazas—hoy por hoy, el imaginario explotado por el complejo de redes y algoritmos, trolls y demás, es que te vienen a salvar de la amenaza que representan los pobres, los viejos, los niños con cáncer, los docentes o los jubilados…al menos, en la antigüedad las amenazas eran más interesantes: los extranjeros, los bárbaros, los dioses, los muertos…de ahí nace la costumbre de enterrarlos, para que  no vuelvan…y arruina a los gobernantes, a los políticos porque como dice Maquiavelo, y en esto también Spinoza lo reitera, la adulación funciona como una forma de aislamiento que conduce a la ignorancia de lo que realmente está sucediendo en los gobernados. La adulación enceguece porque es una forma delirante de reconocimiento y de honores. El tipo se la cree. Creérsela, como supo decir Lacan en un viejo estudio que está en los Escritos, es la locura: no está menos loco el rey que se cree rey que los que lo adulan como tal. Es el tema de la infatuación. La adulación crea seres infatuados, mesías, salvadores (de cartón pintado, obviamente). ¿Qué es la adulación? Un uso servil de la lengua, del discurso, que busca obtener ventajas en las cercanías del poder, lisonjas, podría decirse.

Ahora, como puede verse, para estos filósofos que estoy siguiendo, la dominación no es exterior a los dominados, los infecta, los posee y se expande como un virus a través de ellos, haciendo que luchen por su servidumbre como si se tratara de su libertad. Ese desvío consiste, mediante un artilugio, una falsa promesa, una fascinación delirante, en interceptar el deseo de libertad y desviarlo: si me porto bien, me van a premiar, si obedezco voy a ser recompensado, si me callo la boca ante la injusticia, me van a recompensar. Porque lo que estos autores dicen es que bastaría con no dar ese consentimiento, con retraerse de la adulación para poder desear la liberación.

¿Qué remedio oponen a este virus de la dominación que se extiende como adulación de un mesías o salvador mundano? De la Boetie y Maquiavelo insisten en la memoria: la memoria de la libertad es lo que hace que un pueblo sea difícil de corromper, es lo que hace que su deseo político no pueda ser pervertido. Es difícil corromper a pueblos que ya han experimentado su propia autonomía, su propia autodeterminación. Lo otro de la adulación, tanto en De La Boetie como en Spinoza, es la amistad, el cultivo de la amistad que, repugna de la adulación y de asimetría. La amistad presupone un igualitarismo radical que impide que alguien se la crea; de hecho una advertencia amistosa, cuando alguien se está desviando y se la cree, suele empezar así: “Y vos, ¿quién te creés que sos?”

Quisiera terminar con otra cita, muy breve, de Pascal Quignard, un ensayista, poeta, músico, escritor francés contemporáneo que me gusta mucho, tiene una saga de textos maravillosa que se titula Último reino, son como 11 libros, todos excelentes, uno mejor que otro. En el tomo IV de esa saga, que se titula Las paradisíacas, dice esto, a propósito de la diferencia entre libertad y liberación:

Y, vale subrayarlo, la liberación es el único valor que debemos oponer a la libertad, que sólo es un artículo de fe irrealizable.

Hay que desconfiar de los hombres que creen en la libertad y en su libertad. No son libres. Ningún hombre es libre. También hay que liberarse de esa creencia. Incluso hay que oponer la individuación al individualismo que es otra religión más (la creencia en el ego, la originalidad como capital social, y el narcicismo como forma de vida).

La individuación se concreta en la vida de quien busca apartarse de los modelos precedentes, de quien está dispuesto a demoler el statu quo ante social, de quien lucha por liberarse de la dominación del pasado.

 

[1] Isahiah Berlin, Dos conceptos de libertad, Madrid, Alianza, 1960.

[2] Gilles Deleuze-Félix Guattari, El Anti Edipo, Buenos Aires, 1985, Paidós, p.36.

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