En la película clásica de 1958 The Defiant Ones (traducida al español como Fugitivos, porque vagos hubo siempre), Tony Curtis y Sidney Poitier son dos convictos condenados que pueden escapar de la prisión gracias a un choque del camión que los transporta. El gimmick, el truco que da sustento argumental a la película, es que aunque el personaje de Curtis es blanco y el de Poitier es afroamericano y que ambos se odian, están unidos por una gruesa cadena y un grillete en la muñeca. La única manera de conseguir la libertad es correr hasta llegar, así atados, a la vía del tren que va hacia el norte. El tono general del conflicto queda resumido en la escena en la que el sheriff llega al lugar del choque y ve que se han escapado los dos presos. Lacónicamente, le dice a su segundo: “No hay problema; apuesto a que se matan entre ellos antes de hacer 10 kilómetros”.
A esta altura, seguro no hace falta aclarar que la película actúa como una metáfora de la precaria situación de convivencia entre los dos socios principales de la coalición conocida como Frente de Todos: el kirchnerismo, por un lado, y lo que se ha dado en llamar “albertismo”, por el otro. Ambos se encadenaron voluntariamente en el 2019 para ganarle a Mauricio Macri; ambos quedaron patas para arriba luego del choque electoral de la derrota de 2021; no sabemos si ambos se odian pero seguramente no se aman; ambos tienen que, de alguna manera, llegar al tren de 2023 y no hacer entre ellos el trabajo que le correspondería a Mauricio Macri.
Sin embargo, para comprender acabadamente la dinámica política del momento hay que caracterizar de manera precisa a los actores. No ayuda hablar de kirchnerismo vs albertismo, porque ambos sectores no son simétricos. Uno de ellos es un grupo compacto y verticalizado en un liderazgo único; el otro es más bien un archipiélago de jugadores que incluye desde gobernadores a sindicalistas y el Movimiento Evita, sin liderazgo ni orientación programática clara. Alberto Fernández está más cercano a ellos y puede, por momentos, hablar por ellos, ser su portavoz, pero claramente no es su líder. De un lado, una única líder (Cristina), con un bloque super consolidado, y un capital de votos de piso alto pero techo bajo. (El kirchnerismo como líder único perdió las elecciones de 2009, 2013, 2015 y 2017.) Del otro lado, un presidente que no tiene constituency propia, ni territorial ni regional, movimientos sociales sin tracción electoral y un grupo de gobernadores más preocupados por intentar alambrar sus distritos que por pensar una estrategia nacional unificada.
El escenario actual puede describirse como un conjunto de empates. Nadie se siente cómodo engrilletado al otro, y tal vez (es una especulación sin sustento) todos preferirían terminar con el empate rompiendo la cadena. El tema es que ninguno de los actores puede apostar a hegemonizar el pan-peronismo solo. Y creo que todos, que son racionales, lo saben. Si quienes propugnan la ruptura en el albertismo tuvieran éxito, probablemente gozarían de varias tapas favorables en los diarios de los días siguientes, que aplaudirían el “coraje” del presidente. Pero eso clausuraría la posibilidad de enviar siquiera proyectos al Congreso y tampoco le garantizaría el apoyo de un establishment empresario que (a diferencia de 1989, cuando era o Menem o nada) hoy está muy cómodo esperando (y operando por) el retorno de Juntos por el Cambio al poder. Por su parte, nadie puede pensar que Cristina Fernández de Kirchner ignore que si ella se va del gobierno gatilla una crisis de gobernabilidad. Eso tendría consecuencias en su relación, no sólo con la sociedad en general, sino con su propia base electoral, que después de todo votó a Alberto Fernández porque ella así se lo pidió. Tampoco parece posible que un gobernador de una provincia periférica aparezca como figura que rompe la inercia, como lo hizo Néstor Kirchner en 2002 (antes del 2003), o que lo haga inmediatamente Sergio Massa. El “peronismo federal” tiene un problema de larga data, y es que los gobernadores peronistas simplemente -y sistemáticamente- no logran coordinarse entre sí para designar a uno de ellos como el ganador. Pueden vetar pero no liderar. Justamente por eso Cristina pudo imponer a Alberto sin necesidad de negociar con nadie: porque el poder de la “liga de gobernadores” no existe.
Estos empates explican la situación actual, en donde todos los actores proclaman estentóreamente la unidad mientras no hacen ningún gesto real y concreto que la denote. Pero esta dinámica es insostenible, porque declamar unidad mientras vuelan los videos, las cartas, los tweets y las chicanas no convence ni enamora a nadie.
¿Qué maneras existirían para romper este empate? No digo de lograr consenso, que tal vez sea ya imposible, sino, más humildemente, de que alguien gane en el camino hacia 2023 y pueda salir de la inercia. Se me ocurre que hay sólo tres caminos: reglas, rosca o ruptura.
La primera sería establecer reglas para la coalición, cuyos resultados no dependan de la rosca política. Tanto el kirchnerismo como el albertismo coquetearon con pedir primarias (PASO) para dirimir las candidaturas presidenciales. Sería una solución novedosa, ya que las últimas primarias competitivas para una elección presidencial en el peronismo fueron en 1988. El problema es justamente la razón por la cual no se volvieron a realizar: nadie quiere ser Antonio Cafiero. No resulta muy probable que Cristina Fernández y Máximo Kirchner acepten las PASO: si llegan con más poder, ¿para qué hacerlo? Y, viceversa. Si no llegan en una posición dominante, ¿para qué exponerse a perder? Además, existe en el peronismo un fantasma, que es que las internas no ayudan electoralmente porque no retienen todos los votos. El ejemplo de la derrota de Aníbal Fernández en PBA en 2015 luego de ganarle las PASO a Julián Domínguez sigue siendo muy pesado.
La segunda manera sería abrir la rosca entre dirigentes, que hoy está cortada. El Frente de Todos se armó en una mesa entre tres personas, Cristina (principalmente), Alberto y Sergio. Nadie sabe por qué Cristina eligió a Alberto, nadie sabe qué se prometieron, nadie sabe en qué eligieron mentirse. Nadie sabe tampoco, creo, por qué estalló el conflicto ahora exactamente. (Sí, hay diferencias por el acuerdo con el FMI, pero tampoco nadie dijo abiertamente “no hay que pagar”.) Lo que está roto por arriba está más mezclado por abajo. En las provincias y municipios en donde cogobiernan, la distinción entre “albertistas” y “camporistas” se diluye en las necesidades de la gestión y de la política diaria. Las críticas abiertas al socio no hacen crecer automáticamente a quien critica: después de todo, todos son parte del mismo gobierno. Pero parece poco probable que se retome un diálogo que se cortó tan tajantemente.
La tercera manera sería asumir la ruptura y que el peronismo presente dos listas separadas en las elecciones de 2023. Una de ellas podría estar encabezada por Cristina Fernández de Kirchner o por su hijo. La otra, por Alberto Fernández, por Sergio Massa o por algún gobernador. Hacer esto sería un enorme regalo para Juntos Por el Cambio. O tal vez se piense que no, ya que, si uno está convencido de que la elección en 2023 está perdida de antemano, lo mejor puede ser asegurarse algunas decenas de senadores y diputados y aguantar ahí. O, si uno es un gobernador, tratar de asegurarse su reelección sin mirar a lo nacional. (Ganar la Provincia de Buenos Aires para abroquelarse en la oposición desde ahí me parece muy poco probable: la PBA ya no es el baluarte peronista por excelencia sino un swing state que acompaña los ciclos de la política nacional, como lo hizo en 2015 y 2021. Además, el macrismo demostró que puede ganar ahí perfectamente con un electorado ya propio).
En The Defiant Ones, Tony Curtis y Sidney Poitier descubren que el estar atados entre sí los obliga a desarrollar primero la comprensión y luego el respeto mutuo. Hoy eso parece imposible que suceda en el Frente de Todos. Pero la política también consiste en hacer lo imposible. Asumir de antemano la derrota como inevitable puede ser lo más racional, lo más frío, puede ser hablar con la verdad. Pero la política es también la capacidad de ser irracional, de levantar la mirada y decir “todo va a estar bien, todos somos amigos”, de plantear un camino de esperanza aunque vengan degollando. La política también es (diría Platón) mentir virtuosamente. Mentir tan virtuosa y entusiastamente que no sólo se lo crean los demás sino que se lo crea, sobre todo, uno mismo. Y así tal vez deja de ser mentira.
María Esperanza