Hace un tiempo escribí en esta columna que cuando Juan D. Perón estableció las vacaciones pagas en 1945 fue denunciado con furia “por los empresarios y por los indignados políticos serios de aquella época, quienes consideraron que pagarle a los empleados por ir a la playa era una fantasía que nos llevaría a la ruina”. No fue el único, unos años antes, en 1936, el socialista León Blum, líder del Frente Popular y presidente de Francia, había generado un odio similar entre los analistas serios y los empresarios al establecer esas mismas vacaciones insostenibles. Aquellas eran decisiones demagógicas que atentaban contra los parámetros naturales que requiere una economía seria.
Hace unos días, Sergio Berensztein, consultor político serio y entusiasta panelista del programa televisivo Animales Sueltos, opinó en referencia al nivel de empleo durante la larga noche kirchnerista: "La gente tenía laburo pero no sabía que ese laburo era artificial". Es una afirmación asombrosa aún para los estándares generosos a los que nos tiene habituados Cambiemos, ese eficaz anabólico de ideas zombie y delirios reaccionarios. Por un lado asombra que el conocido politólogo crea en la existencia de un sellito IVESS o una especie de ISO 9001 que establecería el grado de pureza natural de centenares de miles de empleos a lo largo de una década, y por el otro, azora que considere que una actividad humana esencial como el trabajo pueda estar exenta de artificio.
Nuestros analistas serios no suelen denunciar a tal corporación por haber logrado que el Estado- es decir, todos nosotros- se haga cargo de sus pasivos, de forma artificial. Al contrario, suelen saludar lo que consideran una benéfica “inyección de liquidez en el sistema”. Tampoco denuncian los artificios de otros países que protegen su producción agrícola o industrial con todo tipo de subsidios cruzados, protecciones aduaneras o normas de calidad hechas a medida. Como ocurre con nuestros liberales declamativos, nuestros analistas serios defienden con ahínco cualquier proteccionismo en la medida que sea foráneo. Tampoco se indignan por el artificio de una acción, que por su simple posesión permite a su dueño recibir una renta, sin contraprestación alguna (un plan pero para ricos).
La idea del “empleo artificial” es otra de las tantas letanías reaccionarias. Como escribió un conocido bloguero sobre los ñoquis: “Por desgracia todos creemos tener un ñoquímetro perfecto para detectar los empleados cuyas tareas están infladas o son innecesarias y, sospechosamente, nunca están nuestros propios puestos entre ellos. El empleado que nos atiende en Movistar, quien después de horas nos dice que en realidad no puede hacer nada por nosotros, no se ve como un ñoqui. Un bancario de créditos a pymes que no ha colocado un crédito a pyme en meses o el que ordena las colas entre ventanillas diferentes de un banco privado tampoco se ve como ñoqui. Los ñoquis son siempre los otros y por eso son tan fáciles de detestar.”
Pero, sobre todo, el desprecio de la afirmación de Berensztein obvia lo esencial del trabajo, es decir, la virtud que aporta y que va mucho más allá de un cheque al final de la quincena: “es lo que le permite al empleado levantarse a la mañana con algo para hacer, que su mujer lo despida en la puerta, le dé la lunchera con su merienda, ir a una fábrica donde se pasa el día y volver a la noche, cansado, con derecho a contar como le fue en su día. Por último, para el hijo del trabajador, un trabajo es eso que le permite no quedarse mudo cuando en el colegio le preguntan: ‘¿Y tu papá, de qué trabaja?’”.
Como tantas otras letanías de nuestros bárbaros ilustrados, el trabajo como artificio apunta a consolidar una sociedad desigual, en dónde hay por un lado trabajos naturales- como el de los consultores políticos serios- y por el otro centenares de miles de empleados artificiales que llevan adelante tareas inútiles y que merecen, ellos y sus familias, padecer el desempleo natural. Es decir, quedarse en la calle y esperar la ayuda de los beneficiarios de artificios mucho mayores pero, al parecer, legítimos.
La pesada herencia kirchnerista nos hizo creer que hacia los países desarrollados se iba con las herramientas aplicadas por esos mismos países. Nuestros bárbaros ilustrados nos explican que, en realidad, es al contrario: para llegar a ser Francia debemos adoptar la presión fiscal, el gasto público, los sueldos y las leyes laborales de Burundi.
Como la curación por las gemas, es sólo cuestión de fe.