Hace unos días que dan vueltas algunos pensamientos que parecen estar fuera de contexto pero que, al final de cuentas, no resultan mejor contextualizados. Cuando éramos niños/as o adolescentes, probablemente alguna vez nos hayamos rebelado para ir a la escuela; lo que, quizá y a la postre, resultaba una suerte de ir en contra del sistema: pelo corto o recogido y cosas por el estilo.
Evidentemente estamos asistiendo no a la muerte de Dios, sino a la muerte del Hombre. Y Dios no ha muerto, aunque hayamos buscado otros dioses: el dinero, el placer, el individualismo absoluto, y el odio al prójimo. Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. Cuando el filósofo Nietzsche habla de “la muerte de Dios”, se refiere a la muerte del Estado autónomo, y a la conciencia desventurada del Hombre, donde Dios ya no es aceptado como referencia moral y fin último, y se rechaza todo orden cósmico y de valores absolutos, objetivos y de una ley moral universal –ni siquiera de convención, de cada cultura o de acuerdos puntuales como sostienen los postmodernos-, que dejan al Hombre en la Nada, en el Nihilismo, y desde esa soledad absoluta, compelido a buscar el verdadero fundamento de los valores; cristianos y humanos.
Es cierto que cada generación debería conocer y aprender la Historia que no ha vivido de su sociedad y de la que no ha sido protagonista. El conocimiento histórico y científico no surge espontáneamente si no es buscado, descubierto o enseñado. Pero si una sociedad desea seguir existiendo, debe asegurarse de que su historia sea aprendida y transmitida para generar saberes propios. Esencialmente de su cultura, que hace a su identidad como Pueblo.
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