Si bien los paralelismos con lo provincial y local son palpables para un atento seguidor de la política de cabotaje, los estados de situación son diferentes; el FdT tiene una Cambiemos potente en frente, un aparato mediático poderoso y la centralidad política de Cristina que plantea diferencias sin protocolos. Alberto Rodríguez Saá no tiene una oposición contundente en la práctica política del día a día, aunque sí es más que amenazante en lo electoral. Poggi no es ni Macri, ni Larreta, ni Bulrich, en lo cotidiano. Tampoco hay un sistema mediático erosionador como el nacional que machaque constantemente el modelo de acoso y derribo que se observa en las empresas periodísticas porteñas. Los oficialismos en Villa Mercedes y San Luis considerado provincialmente no tienen a nadie o casi nadie con volumen político en frente (digo volumen político, no potencia electoral que es otra cosa y en la que la opo sí es contundente; como demuestran las victorias electorales opositoras en siete de las últimas ocho elecciones). En consonancia, han vaciado también de política a sus estructuras gubernamentales y de los partidos o frentes que los acompañaron. Ministerios, secretarías y jefaturas de programa se colman de técnicos apolíticos que "ni siquiera conocen a los viejos militantes del propio partido" denuncian los dejados de lado. Y eso no sería relevante si no fuera que tampoco entienden la razón de ser del funcionario público; a pesar de la directiva del gobernador "nadie se va de su despacho hasta que no atiende al último ciudadano con problema", el tecnócrata mira con más asiduidad la planilla de excel de su computadora que los ojos en la cara de su conciudadano y comprovinciano.
Así como está vaciada la planta de funcionarios de dirigentes con volumen político -con excepción, desde luego, de las cabezas de sendos ejecutivos- los partidos o frentes donde debieran sustentarse las gestiones también están huérfanos de debate doctrinario y metodológico. Los más frecuentados puntos de encuentro de la millitancia y dirigencia, verbigracia, los grupos de whatsapp que reemplazaron las reuniones cara a cara durante la pandemia y se mantienen aunque ya no haya tantas restricciones, son una competencia de estampitas con formato sticker y lisonjas al lider (o lideresa) que pueden masajear con eficiencia el ego del destinatario y tranquilizar momentaneamente el espíritu del adulador, pero poco contribuyen al fortalecimiento de la organización.
Las disgreciones de los párrafos anteriores eran necesarias, creo, para vincular en el análisis, lo que María Esperanza dice del gobierno nacional con los gobiernos de San Luis y de Villa Mercedes, que es lo que concoemos y sobre cuales podemos reflexionar. Es posible extraer otras muchas conclusiones sobre el estado político de las gestiones, que quedarán a cargo del lector. Lo que sigue es el artículo del que les hablé.
Al gobierno encabezado por Alberto Fernández le falta relato. Esta es una frase que puede escucharse con cierta frecuencia; es más, yo misma la he pronunciado en el pasado. Sin ir más lejos, en mi última newsletter en Cenital iba más allá de la palabra “relato” y mencionaba la idea platónica de la “mentira noble”. Algo muy similar pide Maquiavelo en El Príncipe: la política debe persuadir nombrando como alcanzable lo que no existe y, por ese mismo hecho, hacerlo posible. Uno podría utilizar también el término “parábola”, tan caro a la pedagogía cristiana, como la capacidad de traducir ideas complejas en narraciones más simples y personalizadas en protagonistas humanos. O, si estuviéramos en la mitad del Siglo XX, podríamos usar la palabra “ideología”, que nos refiere a una visión de mundo organizada alrededor de ciertas explicaciones de por qué no funciona lo que está mal y qué deberíamos hacer para solucionarlo.
Pero hace falta profundizar en qué quiere decirse con la palabra “relato”, porque la pobrecita tiene muy mala prensa. Pareciera que construir un relato, en ese caso, un relato de gobierno, equivale a dos cosas. En el peor de los casos, podría equivaler a mentir en el sentido más ramplón del término, es decir, en la repetición compulsiva de un mensaje positivo en la cara del desastre. “Relato” en este caso sería equivalente al “¡Vamos Ganando!” de la dictadura militar en la guerra de Malvinas, una pobre frase de papel pegada con engrudo sobre la más clara y evidente verdad que era que íbamos perdiendo. Esto no es un “relato”, es simplemente una mentira. Mentir no sirve: la gente percibe, entiende y razona por sí misma, y sería imposible convencerla de que todo está bien cuando el changuito de supermercado está cada vez más caro y las familias tienen que enterrar proyectos módicos como cambiar el auto o pagar un viaje de egresados. Tratar a la gente de imbécil nunca es buena idea y nunca sale bien. Si no, hay que preguntarle a Galtieri.
Pero decir “relato no es mentir” es la parte sencilla. Lo que es más complicado de entender es que construir relato tampoco equivale a “repetir todo el tiempo las buenas noticias”, que es un reclamo que se ha escuchado en estos días. Ayer mismo escuché por la radio decir: “Los ministros tienen que salir a decir las buenas noticias”. Pero tampoco funciona así. No es que las buenas noticias no existan o que no sea importante darlas a conocer. Hay dos problemas. El primero es que las buenas noticias necesariamente coexisten con las malas noticias, que también son innegables. El desempleo es bajo y la inflación es alta; medio que ambas cosas se cancelan entre sí. Cuando las cosas “van mejorando” para todo el mundo no hay necesidad de salir a contar las buenas noticias: se notan en el aire.
La mente humana funciona de tal manera que las “buenas noticias”, aunque fueran repetidas muchas veces, no generan sentido “espontáneamente” por la misma repetición. “Hicimos cien escuelas”, “doscientas escuelas”, “mil escuelas” genera un mensaje: hay más escuelas disponibles. Eso está muy bien, pero la sociedad no vota ni se moviliza “sólo” en función de metas cuantitativas. Además, las personas no saben de quién dependen las “cosas”: quién hizo qué, si la escuela de la esquina la hizo el intendente, el gobernador o una cooperadora.
¿Por qué hablar de narrativas, entonces? No porque una narrativa tenga el poder mágico de convencer a las mayorías de que las cosas están bien, sino porque los relatos organizan la acción y le dan foco.
La palabra relato, decía, tiene mala prensa. Eso, aunque sabemos desde hace décadas que la mente humana (si me dedicara a las neurociencias diría “el cerebro humano” pero no me animo a tanto) necesita, busca, construye relatos todo el tiempo. Un relato es una totalidad de sentido estructurada, no una sucesión de hechos aislados uno del otro que simplemente “se” suceden, en impersonal. Un relato tiene un inicio, un medio y una meta. Tiene un héroe, que lleva adelante las acciones en función de esa meta e intenta superar los obstáculos para llegar a ella. Ese héroe tiene una visión de sí mismo y del mundo, unos principios diríamos hoy, una voz personal, un estilo de ser, un “ser en el mundo”. Ningún ser humano se representa a sí mismo y a su vida como la sucesión mecánica de actos o gestos que simplemente se interrumpe con la muerte. Apropiarnos de nuestra propia vida implica poder dar cuenta de quiénes somos, a qué aspiramos, que amamos y qué rechazamos. Oliver Sacks, uno de los fundadores de lo que hoy conocemos como neurociencias, describió con maestría en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero como los pacientes neurológicos necesitaban para “curarse” (entre comillas) no sólo recuperar funciones cognitivas sino poder volver a ponerse en un lugar de sujeto de su propia vida, reescribir su relato vital, descubrir qué podía hacer y qué no con su enfermedad, construir maneras de acomodarse.
A nivel social también necesitamos historias para funcionar. La antropología lo sabe desde siempre: no hay comunidad sin mito fundante. Tan importante son los relatos que Jean-François Lyotard justamente creó el término “metarrelato” para hablar de las ideologías modernas del socialismo y el liberalismo. Sí, eran un conjunto de ideas, pero también eran un cuento: con un héroe (el proletariado o el individuo racional), un villano (la burguesía o el estado) y una meta (la revolución o la paz perpetua). Estos relatos organizaban la acción política: nosotros somos los que estamos de este lado, opuestos a aquellos, y queremos llegar a eso. Puedo sonar exagerada, pero estoy convencida de que sin relato, sin mito, sin narrativa, no hay política posible.
La ultraderecha “libertaria” (comillas) tiene su relato: el malo es el estado y las feministas. El antipopulismo tiene su relato: el malo es el populismo, que altera las jerarquías naturales de la sociedad. El Frente de Todos hoy no tiene un relato claro, o tiene varios que coexisten y se meten ruido entre sí.
No está solo en esto. Los gobiernos socialdemócratas o de centro tienen problemas similares. Durante el COVID han hecho muchas cosas: se han creado subsidios, se han tomado medidas, se han movido estructuras. Se hicieron y se hacen “cosas”, pero esas cosas no llegan a construir una visión de mundo coherente. Los gobiernos aumentaron el estado pero con culpa, mientras siguen sosteniendo que el estado es menos eficiente que el mercado. Se dicen demócratas pero no llaman a la movilización de las bases. Dicen escuchar demandas sociales pero no tienen claro cuál es su sujeto, su base.
Si no me creen a mí, tal vez puedan hacerlo con el filósofo Byung-Chul Han (traducción propia):
“La verdad, que nos provee sentido y orientación, es también una narrativa. Estamos muy informados, pero no podemos orientarnos a nosotros mismos. La informatización de la realidad nos lleva a la atomización: esferas separadas de lo que pensamos es verdad. Pero la verdad no es información. La verdad tiene una fuerza centrífuga que mantiene a la sociedad unida (…) Fragmentos de información no nos podrán dar nunca ni sentido ni orientación. Por ellos solos no conforman una narrativa. Son puramente aditivos”.
Así como una vida es más que la sucesión de momentos aislados, un relato político es más que la sucesión de datos. Implica una toma de posición, la elección de un adversario y, sobre todo, la construcción de un nosotros.
Construir un relato implica tomar una posición, trazar una línea en la arena. Circula la anécdota que, en el 2002, Eduardo Duhalde estaba reunido con varios asesores económicos para ver qué hacer con los préstamos en dólares. Después de romperse la cabeza, llegaron a la conclusión de que o perdían los bancos acreedores o perdían los deudores. Era imposible contentar a todos. Dice la leyenda (probablemente apócrifa) que luego de horas de debate Duhalde dijo: “Bueno, basta, ¿quiénes son los nuestros ahí? Los deudores. Vamos con ellos”.
La gestión sola no construye relato, sino que el relato (saber dónde están “los nuestros”, adónde “hay que ir” y con quién pelearse) organiza la gestión. El liderazgo político se manifiesta en la capacidad de nombrar esos tres elementos, y así darle una dirección a la acción.
(Gracias a mi amigo Abelardo Vitale por la nota de Han.)
María Esperanza