El primer día de clases, Ruby pensó que la multitud que esperaba frente a la escuela preparaba el Mardi Gras, el festejo típico de Nueva Orleans. En realidad, la esperaba a ella. “Jamás imaginé que todo eso era por mí, que habían organizado una manifestación para impedir que yo acudiese a la escuela. Portaban pancartas, coreaban consignas: «Two, four, six eight, we don’t want to integrate». Los policías federales me tomaron y me metieron rápidamente en el edificio hasta la oficina del director. Vi como la gente de afuera entraba apresurada y me miraban por la ventana, gritando. Fueron a todas las aulas para sacar a sus hijos. Se los llevaron a casa dejando el colegio desierto. Durante todo el día hubo gritos y más gritos. Unos aparecían sosteniendo una pequeña caja, que era un ataúd de bebé en el cual habían colocado una muñeca negra. Cuando regresé el segundo día, la escuela estaba vacía. El rector me esperaba en el descanso de la escalera y me indicó dónde quedaba mi clase. Cuando entré vi a una mujer que dijo: «Hola, soy tu maestra -mi nombre es Sra. Henry». Lo primero que pensé fue, «¡Es blanca!», porque nunca había tenido una profesora blanca y no sabía qué esperar.
Resultó ser la mejor maestra que jamás tuve y amé la escuela por ella. Era una mujer que había llegado desde Boston para enseñarme porque los profesores de la ciudad rehusaban darle clase a niños negros.Fue como una segunda madre para mí y nos convertimos en las mejores amigas”.
Los agentes federales enviados por el presidente Eisenhower llegaron a prohibirle la comida de la escuela, por miedo a que estuviera envenenada, y le aconsejaron que trajera el almuerzo de su casa.
El padre de Ruby fue despedido de la estación de servicio en la que trabajaba en cuanto su jefe se enteró de quién era. La elección de la escuela no fue casual, los padres de Ruby eran militantes de la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color y aceptaron participar en el sistema de integración racial de Nueva Orleans con todos los riesgos que esa decisión implicaba para la familia, en particular para su hija.
Con los años, Ruby Bridge se convirtió en un ícono de la lucha por los derechos civiles como lo fueRosa Parks, otra militante obstinada. Fue condecorada por Bill Clinton y recibida por Barack Obama.
Hoy nadie recuerda a la salvaje ama de casa que confeccionó un ataúd con una muñeca en su interior ni al energúmeno padre de familia que amenazó con ahorcar a una nena de 6 años. Eso se debe a que la militancia a la que adhirieron ella y sus padres tuvo éxito, en gran parte gracias a ellos.
Si el resultado hubiera sido adverso, si los confeccionadores de ataúdes hubieran ganado la partida, probablemente hoy recordaríamos a esos militantes como seres amorales que no dudaron en poner en peligro a su propia hija en defensa de una ideología extrema. Nuestra opinión pública mesurada, empezando por nuestros periodistas serios, sostendría que si bien hubo excesos en la reacción de los otros padres, la responsabilidad de lo ocurrido sería de los padres de Ruby, quienes antepusieron su militancia por sobre sus obligaciones parentales, politizando lo que no debía serlo y generando confrontación entre ciudadanos al obligarlos a tomar partido.
Pero eso no ocurrió, así que hoy es fácil apoyar a Ruby Bridge o Rosa Parks. Lo difícil es aceptar los métodos extremos que, en la actualidad, logran hacer avanzar los límites de nuestros derechos, como sus métodos lo lograron hace casi 60 años.
Tal vez el recuerdo de una nena de 6 años escoltada por cuatro agentes federales nos ayude a no equivocarnos.