Lunes, 25 Noviembre 2024

Reflexiones de un 23 de abril

Publicado el Jueves, 25 Abril 2024 20:59 Escrito por Alberto Panza (el Cardón inhábil)

Tengo que terminar de armar mi clase de forrajes y no puedo. Cientos de imágenes toman por asalto mi consciente, también mi inconsciente, mi yo, mi superyó y vaya uno a saber qué otras cavidades freudianas. Volví de la marcha en apoyo a la universidad pública, gratuita, laica y de calidad con una carga emotiva desproporcionada para la media de mi ser, un tipo bastante frío.

¿Será que me estoy poniendo cada día más viejo y más sentimental? Será, no lo sé, y en este momento poco me interesa.

Si sé que no creí que marchar con Laura y con mis hijas, Sofi y Cami, a la par (estudiantes universitarias ellas) me iba a inflar tanto el pecho de orgullo.

Me emocionó marchar a la par con ellas. Me emocionó (y sorprendió gratísimamente) encontrarme con estudiantes de agronomía en la marcha. Me emocionó ver a varios de “Los mismos de siempre” apoyar a la educación. Me emocionó tropezarme con el Indio, con quién hace casi treinta años recorrimos estas mismas calles levantando las mismas banderas contra el arancelamiento que proponía el gobierno de Carlo Saúl I. Me emocionó reencontrarme con mis ex compañeros de INTA y ver que abrazaban esta misma bandera. 

Me emocionó observar a mis compañeros profes, de la secundaria y de la facultad. Me emocionó divisar al Turkish y al Leguleyo portando una pancarta del Instituto de Formación Docente y continua. Me emocionó descubrir a la distancia la presencia del Mati de la Vale, de la Pauli del Cabeza o del Manu de la Vero, y la del del Felipe del Vizcacha y del Camilo del Kalvin, que aún no están en edad universitaria pero ya sueñan con tener una profesión. Me emocionó ver a mis profes jubiladas caminar a nuestro lado.

“Los verdeos estivales son un eslabón importante en la cadena forrajera porque…”

No hay caso. No puedo salir del asedio con los que ciertos recuerdos o historias sitian a mi cerebro.

Me crucé con mi primo, Sergio, y fue imposible no visualizar la imagen de esos campesinos semianalfabetos que eran nuestros padres. La puta madre. ¡Qué viejo choto soy! Me largo a llorar. Por suerte estoy solo frente a la computadora. Trago un poco de saliva, se me viene un recuerdo un poco más cómico y retomo la “compostura”. Recuerdo que el Loncho me dijo que la única vez que me vio llorar fue cuando Rodrigo Mora se retiró del fútbol.

Sonrío. Y encaro de nuevo.

“Los sorgos se clasifican, según su uso, en forrajeros, graníferos, doble propósito…”

Mi primo Sergio fue la primera persona por parte de mi familia paterna que tuvo un título universitario: Médico veterinario recibido en la Universidad Nacional de Río Cuarto. Yo era bastante pibe, pero recuerdo que mi tía Blanca se peló el lomo, y peló miles de pollos durante cinco años, para poder darle la mejor educación posible a su primogénito.

Encadeno recuerdos. Cruzo el charco.

Mis abuelos maternos nacieron en Uruguay. Se vinieron con aquellos pioneros Valdenses al sur de La Pampa a instalar una colonia agrícola, Primero Villa Iris, después Jacinto Aráuz, vaya lugar, otra asociación invade mi cabeza cual Beresford y Whitelocke invadieron nuestras tierras hace más de dos siglos. Un tal René Favaloro, médico egresado de la Universidad Nacional de La Plata, inició su carrera profesional en aquel pueblo.

“Tengo que chequear que la redacción del trabajo práctico número siete de Biometría y diseño experimental haya quedado bien”.

Los Cardón empezaron a “subir” hacia el norte, se instalaron en Eduardo Castex, conocieron a Juan Bautista Vairoletto. De chico me jactaba frente a mis compañeros de la Escuela Provincial Número 33 Vicente Dupuy y a los del Colegio Nacional Número 2 Juan Esteban Pedernera diciendo que en el campo teníamos una yegua hija de una yegua que Vairoletto le había vendido a mi abuelo.

Siguieron subiendo, escapándole a la furiosa sequía del ciclo seco de los años treinta. Deambularon por Chaján, por Mercedes, al principio como chacareros, más adelante como vendedores ambulantes. No los conocí, pero dicen que a mi abuela Adelina le encantaba leer y escribir. Tendría como mucho la primaria completa. Les inculcó a sus cuatro hijas y a sus tres hijos el amor por la lectura, por aprender, por educarse. Y ahí pegaron el primer gran salto educativo.

Todos mis tíos (y mi vieja) terminaron la secundaria. Tres hermanas, incluida la Kela, mi vieja, se recibieron de maestras en la Escuela Normal. Mi vieja fue un poquito más allá. Estudió en la escuela de Servicios Sociales. Tengo guardada su tesis sobre delincuencia infantil.

“Las actividades de Economía y gestión agroambientales propuestas para los chicos la secundaria de Juan Jorba ya están”.

Mi tía Coto alcanzó la cúspide: ¡Médica recibida en la Universidad Nacional de Buenos Aires! ¡Qué pedazo de orgullo! Y de atrás la cardonada chica, médicos, profesores, ingenieros, abogada, arquitecta, contador, todos recibidos en universidades e institutos de formación docentes públicas. ¿Cómo no voy a defender la educación pública si esta familia creció gracias a ella? Todos nuestros viejos laburando de sol a sol en pos de mejorar nuestro futuro. Hasta mi tía Coto, la médica, que no tuvo hijos, ayudó a un montón de nosotros desinteresadamente.

Tengo que terminar un resumen para presentar en el Congreso Argentino de Producción Animal. Sale $120.000 la inscripción. El presupuesto anual que tenemos del proyecto de investigación que integro es de $20.000. Clarita la cuenta”.

Me acuerdo del Charly, que gracias a la beca que tenía en la residencia pudo hacer que a sus viejos (una ordenanza y un albañil) les resultara un poco más liviano mantenerlo, del Hernán, un pibe súper humilde de Villa Dolores que tenía una beca en el comedor, del George, a quién su abuelo que lo crió, lo poco que le sobraba de la finquita de vides de tres hectáreas, lo usó para pagarle la estadía en Mercedes. Me acuerdo de la Lucía, que se fue a Córdoba a estudiar medicina y el Carlos construía puertas, ventanas, escaleras, mesas, doraba su cabellera blanca cuando cepillaba grapia, le quedaba tiempo para acompañar a la Kela, ya viuda ella, al campo y mandaba lo que podía para que pueda estudiar en la Universidad Nacional de Córdoba.

Me acuerdo del Foster, del Carancho, del Chacho, del Cabeza, del Pacho, del Pigmeo, de la Cristina, de la Haydeé, de la Fabiana y de tantos otros que pudieron estudiar, crecer y desarrollarse como personas y como profesionales gracias a que no tenían un arancel universitario de por medio.

Pienso en oficios: albañiles, fleteros, herreros, carpinteros (como mi tío Carlos), remiseros, zafreros, camioneros, arrieros, empleados domésticos, zapateros, no docentes, que aún no pudieron dar ese salto (que Los Cardón y los Panza pudieron dar) y poder enviar a sus hijos e hijas a la universidad.

Pienso en ellos y les digo que ya va venir, más temprano que tarde va a venir ese día.

Pienso en ellos y les digo gracias. Gracias porque ustedes también solidariamente (tal vez sin saberlo), con el pago de sus impuestos colaboraron para que hoy, estas líneas las esté escribiendo un ingeniero agrónomo egresado de la Universidad Nacional de San Luis. 

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