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Humo. O cómo el relato del ‘político honesto’ oculta el verdadero saqueo de Argentina

GUSTAVO MATÍAS TERZAGA es el presidente de la Comisión de Desarrollo Cultural e Histórico “Arturo Jauretche”, de la Ciudad de Río Cuarto, Córdoba.
En un recomendable artículo publicado por la Agencia Paco Urondo, asegura que «Reducir la política a un juicio moral sobre quién es “más honesto” o “menos corrupto” no solo empobrece el debate público, sino que confunden causas con consecuencias y borra las huellas del saqueo. Cuando se equipara a quienes planificaron el vaciamiento y lo usufructúan con quienes apenas lo gestionaron o resistieron, se absuelve a los verdaderos responsables y se los cubre con el manto cínico de la equidistancia. Así, la moralina se vuelve el mejor refugio de la impunidad estructural».
El artículo se denomina “La trampa del honestismo: el desafío de construir una nueva pedagogía nacional“ y comienza aseverando que en la Argentina persisten dos modelos de país antagónicos.

Terzaga sugiere que cuando escuchás a algún político decir que hay que votar «al menos corrupto» o al «más honesto», ya sabés que te están vendiendo humo. Reducir la política a un tema de quién es más santo no solo empobrece el debate, sino que confunde todo: mezcla las causas con las consecuencias y borra las huellas de quiénes realmente nos robaron.

Cuando ponés en la misma bolsa a los tipos que planificaron vaciar el país y se llenaron de guita con quienes apenas trataron de gestionarlo o resistirse, estás perdonando a los verdaderos culpables. Así, hablar de «moral» se convierte en la mejor excusa para que los poderosos sigan choreando sin que nadie los señale.

En Argentina tenemos dos modelos de país que nunca van a poder convivir porque son completamente opuestos. Uno viene de la época del contrabando del puerto, siempre subordinado a la plata de afuera y a las finanzas internacionales. Este modelo nunca pensó en gobernar el país real, sino en administrar nuestra dependencia de otros países. De esa línea salen tipos como Alsogaray, Martínez de Hoz, Cavallo, Macri y ahora Milei.

El otro modelo, que todavía está incompleto, tiene sus raíces en San Martín y se proyecta con Perón. Este ve al Estado como el motor del desarrollo, a la soberanía como algo que tenemos que defender sí o sí, y a la justicia social como el destino que nos merecemos todos.

Cada crisis que vivimos —económica, política, institucional o cultural— no es casualidad. Es parte de una pelea estructural de largo plazo entre estos dos proyectos que tienen visiones totalmente distintas sobre qué es la Nación, el trabajo, la riqueza y hacia dónde vamos. No son diferencias menores, es una pelea por el sentido mismo del país. Cada modelo solo puede existir destruyendo al otro, porque detrás de cada uno hay una idea completamente distinta de qué debería ser Argentina.

La crisis mundial del petróleo de principios de los ’70 fue un punto de inflexión también para Argentina. El petróleo se encareció de golpe, los costos de producción se fueron a las nubes y la industria nacional perdió competitividad. Los países centrales se quedaron con la producción y nosotros quedamos como simples proveedores de materias primas.

En este nuevo escenario internacional, el 2 de abril de 1976 la dictadura de Videla —a través de Martínez de Hoz— se endeudó fuerte con el aval del FMI y la Reserva Federal de Estados Unidos. Pero esa plata, en lugar de impulsar la industria, se usó para financiar importaciones, especulación financiera y fuga de capitales. Así arrancó el modelo de subordinación al capital financiero global.

¿Quiénes se beneficiaron? La élite empresarial asociada al régimen: Techint, Clarín, Acindar, Bunge Born, entre otros. No crecieron porque fueran más competitivos, sino por los favores del Estado genocida. Su crecimiento fue parasitario, no productivo.

Pero ojo: la dictadura no inventó su modelo económico, lo importó. Martínez de Hoz era abogado, no economista, y mucho menos militar. El verdadero arquitecto de la política financiera fue Adolfo Diz, presidente del Banco Central, que se había formado en la Universidad de Chicago bajo la influencia de Milton Friedman. Diz pertenecía a la «escuela monetarista» que en los ’70 exportó a toda América Latina las recetas de apertura total, desregulación, endeudamiento y ajuste. O sea, la política económica argentina de la dictadura no fue un invento nuestro, sino la aplicación local de un plan diseñado en los centros de poder financiero internacional.

Para consolidar esa dependencia, el FMI y la Ley de Entidades Financieras (1977) se convirtieron en las herramientas principales. A esto se sumó la Ley de Inversiones Extranjeras (1976), que abrió la economía de par en par al capital extranjero, permitiendo que compraran nuestras empresas y se llevaran las ganancias sin problemas.

La Reforma Financiera y del Mercado de Capitales (1977-78) completó el combo, liberando los flujos financieros, convirtiendo al mercado en un territorio donde especular sin control y fragmentando la capacidad del Estado para regular. Estas leyes son la estructura de la dependencia económica y —prestá atención— siguen vigentes hasta hoy.

Si el peronismo había representado la organización de los trabajadores, la justicia social y la construcción de un Estado soberano desde el 17 de octubre de 1945, la dictadura vino a arrancar ese proyecto de cuajo. Y lo hizo destruyendo la base productiva, persiguiendo la cultura política y sindical, y liquidando la representación social.

Después de la caída de la dictadura y la derrota en Malvinas en 1982, la transición democrática se dio en un contexto donde el poder militar se retiraba, pero el poder económico que se había consolidado durante la dictadura quedaba intacto.

Enfrentar a la OTAN en nuestras islas también significó desafiar el núcleo del poder financiero occidental, y su respuesta no fue militar, sino silenciosa, política y estructural.

El gobierno de Alfonsín convirtió en dogma la democracia formal: juzgar a las juntas por delitos de lesa humanidad, sí; cuestionar el modelo económico heredado, no. Bajo esa lógica, se aceptó la normalización con Estados Unidos y los organismos internacionales, garantizando elecciones libres y pluralismo político, pero sin tocar los privilegios de los grupos económicos, financieros y mediáticos que se habían enriquecido con el régimen militar.

Al mismo tiempo, se instaló una narrativa desmalvinizadora y antimilitarista que nos dejó en estado de indefensión, sin épica, sin orgullo y sin una política estratégica de Defensa propia.

En los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner (2003-2015), Argentina logró desendeudarse y ensayar una política de orientación nacional, recuperando márgenes de soberanía económica y reindustrialización. Ese ciclo fortaleció el mercado interno, recompuso el Estado social y mejoró el poder adquisitivo de los salarios.

Sin embargo, no llegó a constituir un verdadero proyecto de liberación nacional. No alteró la arquitectura financiera heredada del Proceso ni desmontó los mecanismos estructurales de dependencia que seguían atando la economía al poder occidental. Por eso mismo, todo lo que se había logrado en la «década ganada» fue desmantelado por Mauricio Macri en apenas 6 meses.

La demagogia es, básicamente, distorsionar una verdad para que sirva a tus intereses. En Argentina, el relato histórico forjado por la elite mitrista ha funcionado como una máquina cultural destinada a legitimar el poder antinacional.

Desde hace décadas, las disputas políticas decisivas no se dan solo en lo económico o institucional, sino también —y cada vez más— en el lenguaje: en cómo se nombran las cosas, qué conceptos se instalan como sentido común, qué palabras se vuelven incuestionables. El que impone las palabras, impone los marcos de interpretación.

En ese sentido, demonizar al Estado y a todo lo público ha sido una de las maniobras más efectivas del neoliberalismo en términos de discurso. Y esto no nació de un debate honesto sobre eficiencia, sino de una estrategia pensada para deslegitimar la intervención estatal y justificar la entrega de recursos al sector privado y al capital extranjero. Para robar, hay que mentir. Y esa mentira no es improvisada, responde a un guión preciso que permite el despojo nacional.

En la lógica neoliberal, el Estado es «ineficiente» cuando financia hospitales, universidades, obra pública o viviendas populares, pero resulta sorprendentemente eficaz cuando garantiza subsidios millonarios, beneficios fiscales, rescates financieros, contratos a medida, blanqueos o evasión legalizada. Es el viejo mecanismo de siempre: se socializan las pérdidas y se privatizan las ganancias.

Para justificar este esquema, se despliega una campaña mediática sistemática que repite hasta el hartazgo la imagen de un Estado «corrupto», «obsoleto» o «gigante». Así, la idea de que «lo público no sirve» se instala como sentido común, incluso en sectores populares que son los primeros perjudicados cuando se privatiza o se suprime servicios esenciales como la vivienda o la salud.

De esta manera, vaciar lo público y entregar recursos estratégicos al capital privado se presenta como modernización o ahorro, cuando en realidad es un robo encubierto.

Menem convirtió la corrupción en política de Estado. La voladura de la Fábrica Militar de Río Tercero en 1995 lo simboliza brutalmente: dinamitar una ciudad para encubrir el tráfico ilegal de armas a Croacia y Ecuador. En los ’90, la entrega fue legalizada por ley, decretos, reformas y tratados: empresas públicas, recursos estratégicos y patrimonio nacional cambiaron de manos con respaldo institucional. Esa fue la medida real de la corrupción: estructural, planificada, sistemática.

Macri llevó esa lógica más lejos. Transformó al Estado en una incubadora de privilegios para sus empresas, socios y familiares. Su gestión fue la fusión explícita entre política y negocios privados, donde gobernar significó administrar su propio holding empresario. Dejó hambre, deuda y subordinación financiera. Endeudó a dos generaciones con miles de millones del FMI y ni siquiera logró ser reelegido.

Hoy, mientras el saqueo y la entrega nos ponen al borde de la disolución nacional, Milei y Karina encarnan la versión más berreta de esa misma matriz. Prometieron «terminar con la casta» pero el festín de sobres, contratos truchos y valijas directo a Presidencia llegó más rápido que nunca. El «honestismo» exagerado que los llevó al poder se reveló como lo que era: pura demagogia. La realidad, como siempre, los alcanzó.

El truco es viejo, es puro verso, pero sigue funcionando. Hacia atrás, culpa eterna; hacia adelante, promesa infinita. Para justificar el presente y ocultar su delito, los políticos liberales instalan el mismo libreto: «la pesada herencia K», «los 70 años de populismo», «100 años de intervencionismo».

Para el liberalismo, siempre hubo otro responsable y malhechor, otro que arruinó todo antes que ellos. Mientras tanto, venden un futuro que nunca llega: «la luz al final del túnel», «un esfuercito más», «estamos cerca de la orilla», «los brotes verdes», «las inversiones que ya van a venir», «en 20 años seremos Irlanda», etc.

Es la táctica de manual: hipotecar el presente, suspender la esperanza y mantener a la sociedad esperando un milagro que jamás va a ocurrir. En ese péndulo del discurso —culpa hacia atrás y expectativa hacia adelante— logran lo esencial: ganar tiempo y nunca discutir la raíz del modelo. No se habla de quién concentra la riqueza, quiénes ganan y quiénes pierden, quién fuga capitales o quién vacía el Estado y qué consecuencias trae.

Un ejemplo del uso demagógico del relato histórico: Javier Milei, en su discurso de asunción, citó esta frase de Julio Argentino Roca: «Nada grande, nada estable y duradero se conquista en el mundo, cuando se trata de la libertad de los hombres y del engrandecimiento de los pueblos, sino es a costa de supremos esfuerzos y dolorosos sacrificios».

La diferencia es que Roca pronunció estas palabras montado sobre un proyecto de Estado fuerte, centralizado, constructor de soberanía y unidad nacional. El sacrificio del que hablaba el tucumano no era el del pueblo condenado a pasar hambre, sino el esfuerzo histórico para levantar una Nación desde el desorden, la fragmentación y la amenaza extranjera.

Como vemos, el presidente libertario la usa para justificar y darle sustento a un ajuste brutal, a la corrupción, a la demolición del Estado y el saqueo del país. Usar a Roca para destruir lo que Roca fundó no es ignorancia, es una perversión ideológica que encuentra destinatario en la tribuna progresista. Se puede ser básico y demagógico cuando del otro lado hay ignorancia y prejuicio.

La trampa del «honestismo» quedaría en evidencia si el campo nacional y popular, sus dirigentes, recuperara anticuerpos políticos y volviera a conectar su relato con las necesidades vitales del pueblo y de la Nación. Porque el modelo neoliberal —de Martínez de Hoz a Milei— no necesita líderes virtuosos, sino gerentes obedientes y buenos mentirosos, jueces y periodistas cómplices que garanticen la continuidad del saqueo. En esa dinámica, el pueblo no es representado ni interpelado, es el gran excluido, despojado de su derecho a ser parte y proyectar un destino colectivo.

Y acá el problema no es solo de «crisis» de representación política; es más profundo, es una ruptura. No se trata de que los dirigentes «no interpreten» a la sociedad, sino de que la política se desvinculó de la comunidad nacional y de sus intereses vitales para administrar la dependencia.

La consecuencia es directa: la ausencia de electores en las urnas no es apatía, sino un síntoma de ruptura. El sistema perdió legitimidad porque perdió sentido para la gente.

Milei no solo está desmantelando la estructura productiva de Argentina, está consolidando un modelo de colonia donde apenas un 20% de argentinos podrá vivir bien y el resto quedará condenado a la exclusión. Sin embargo, el debate público se reduce a las «coimas», como si el problema fuera moral y no estructural.

La mirada es muy corta y parece que no aprendimos bien la lección del menemismo hasta hoy. Mientras discutimos sobre la corrupción, la verdadera estafa se consuma en silencio desde hace décadas, entregando soberanía, destruyendo industria, transfiriendo riqueza hacia afuera, empobreciendo al pueblo. Nuestros políticos de origen popular se encuentran agotados disputando con bronca los pequeños espacios, sin poder construir procesos históricos en los tiempos largos del pueblo.

La Patria no se va a construir invocando morales abstractas ni debates estériles sobre la «decencia»; se construirá cuando volvamos a poner al pueblo como sujeto de la historia y no como espectador resignado del saqueo. La doctrina del «honestismo» fue apenas la excusa cultural para eludir la discusión sobre el poder real.

Un Estado soberano —como el que supo diseñar Perón— no puede permitir el vaciamiento: impone control sobre los recursos estratégicos, orienta el crédito, planifica la producción y limita el poder de las corporaciones. Por el contrario, la corrupción estructural y la entrega solo son posibles en un Estado democrático subordinado, formal y dependiente, donde el saqueo es política de Estado, no delito.

En ese marco, la vigencia de la Ley de Entidades Financieras es la prueba más concreta de que la dictadura económica sigue vigente bajo ropajes democráticos. Desde 1976 hasta hoy, esa arquitectura institucional legalizó la fuga de capitales, la subordinación financiera, el desguace productivo y una pobreza estructural que atraviesa generaciones.

Pero esa ley no es solo un tecnicismo, es el símbolo jurídico del poder real que todavía gobierna por encima de la voluntad popular. Transformar esa reforma financiera en una batalla cultural implica volver a dotar de sentido nacional al crédito, como hicieron nuestros abuelos cuando construyeron fábricas, compraron casas y levantaron PyMEs con financiamiento nacional.

Recuperar el control del crédito, reconstruir la Marina Mercante, modernizar YPF, desarrollar una política industrial y energética soberana, e integrar a Argentina en los BRICS no son gestos aislados, sino parte de un mismo programa de liberación.

Malvinizar es el núcleo cultural de esa empresa para revertir la mentalidad colonial que nos condena al atraso. Malvinizar es recuperar la certeza de que defender la Patria no es una consigna de cuarteles, sino un principio político, económico y social que debe orientar la educación, el trabajo, la industria, la ciencia, la tecnología, la producción y todos los recursos nacionales hacia la autonomía real.

Sin desmontar el andamiaje legal, económico y cultural que sostiene el modelo de dependencia no hay futuro posible para las mayorías populares. La reconstrucción empieza cuando dejamos de administrar la derrota y asumamos que sin conflicto, sin audacia y sin un nuevo bloque histórico que sepa quién es el enemigo, no habrá soberanía, ni justicia social, ni Patria.

El desafío central es reconstruir un proyecto nacional propio, con raíces en nuestra historia y proyección hacia el futuro. Porque el costo de la sumisión siempre es mayor que el riesgo de enfrentarla.

Se fue Martínez de Hoz, pero nos dejó la Ley de Entidades Financieras.
Se fue Menem, pero quedaron las privatizaciones.
Se fue Macri, pero nos ató al FMI.
Se irá Milei, y nos dejará una Argentina más empobrecida, más desguazada y más dependiente.

Cada ciclo neoliberal no solo dejó ruinas, dejó intacta y fortalecida la estructura de poder que impide soñar con una Nación justa, libre y soberana. Solo cuando esa estructura sea desmantelada desde el campo nacional y popular, volverá a nacer Argentina.

Por eso, no se trata solo de ganar elecciones, sino de desmontar el andamiaje jurídico y cultural de la dependencia, para volver a pensar la Patria desde sus propias necesidades y desde su pueblo.

La reconstrucción no empieza el día que se va un gobierno, empieza el día que dejamos de administrar la derrota y asumamos que Argentina no será soberana sin conflicto, sin decisión política y sin un nuevo bloque histórico capaz de pararse sobre los sueños inconclusos de nuestros Libertadores.

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