Stand Up, Teatro, Danzas

La carne ni se entera de que la estás cocinando

Actuación: Nicolás Molina
Dirección y dramaturgia: Dana Botti
Producción general: Maru Pérez
La oveja negra teatro, sábado 4 de octubre de 2025

Por Guillermo Ricca

La dramaturgia de Dana Botti, insiste: la educación sentimental de los machos. O, mejor sería decir, foucaultianamente: de los muchachos. Aunque Marilyn en blanco y negro e Informe Baker pongan en el centro de la escena a una mujer, esa mujer es quizá, el ícono de los muchachos desde mediados del siglo XX. La dramática de Dana Botti, a contracultura, contra esa misma iconografía—cuya última expresión es la película de Andrew Dominick, Blonde (2022)–gira sobre el odio consciente de Marilyn por ser reducida a objeto, su deseo de venganza y, al fin convertirse en la verdadera e insospechada asesina de JFK, en una obra de teatro sci fi que leímos, pero no vimos, y nos gustaría ver (Informe Baker es la versión stereo y en colores de Marilyn en blanco y negro).

En La carne ni se entera de que la estás cocinando el centro dramático es Emilio, un acosador que nos cuenta patéticamente su amor por una mujer ausente que se torna presente todo el tiempo en la narración de su obsesión, que dura años, agobiantes años, al parecer los que van desde la infancia hasta una edad adulta ya vivida en la locura o en la estupidez sin cura, con rasgos nosocomiales. Digo sin cura, porque aunque hay análisis en la obra, este parece responder a aquella sentencia de la poética rockera de Spinetta, en Resumen porteño: “los psicoanalistas, lo están usando y creen que no hay caso ya…”

En la poética de Dana Botti los varones estamos condenados a esa locura por nuestra educación sentimental. Educación sentimental que se expresa en esa estética que fusiona al actor porno y a la música melódica—canciones del Paz Martínez—estética que abona, de manera muy lograda, en buenas dosis, el ritmo de la obra. Estética que incluye también la lógica narcisista extrema de las redes en las que todos, cumpliendo la profecía de Andy Warhol, tenemos nuestros quince minutos (segundos) de fama.

Pero hay quizás algo más perturbador que esa puesta en escena de un argumento, uno de los argumentos entre los muchos que son interpelaciones centrales del feminismo contemporáneo. Ese algo más perturbador es aquello que se presupone, sin decirse en la obra, respecto a la mentada educación sentimental de los varones, evocada en la música, en el discurso y en la performance de Emilio: El varón es el falo de mamá.  Toda una cultura de la maternidad se ocupa de alimentar ese falocentrismo del nene; desde los festejos por el dibujito de mierda del niño hasta la educación para la conquista: de las mujeres, del éxito, del dinero, de posición social y de todos los semblantes del falo. A esa cultura, le llamamos patriarcado. No es que el patriarcado sea una construcción de las madres. Es algo peor: se reproduce con la anuencia de las buenas conciencias familieras de las buenas familias: El gran socius insospechado de Emilio es, precisamente, su mamá que, como todas ellas, desea para su hijo un destino de gloria.

Lo perturbador de la obrano es la conciencia tranquilizadora para quienes no se identifican con el acoso o el delito Stalker, para los deconstruidos ante su propia buena conciencia. Es la dimensión y deriva obsesiva que puede asumir cualquier deseo erótico. No es el patetismo del varón punible: sino lo patético de todo erotismo en el marco de nuestra educación sentimental que es ésa que la obra pone en escena de manera sutil, ambigua y, a la vez, muy eficaz. Proust la describe en En busca del tiempo perdido. Deleuze se ocupa de esa narración, magistralmente, en Proust y los signos. Una referencia que vale la pena visitar.

¿No es acaso patética la definición más popularizada del amor, propuesta por Lacan, a saber, en esa especie de haiku: “Dar lo que no se tiene a quien no es”? ¿Quién daría su vida, hoy, a esa ficción?

No menos lo sería aquél deseo, del propio Lacan, para el analizado: “para que lleguen a experimentar, aunque sea rengueando, ese sentimiento que se llama amor”. Al parecer, el amor es un asunto patético, de gente deforme, anormal. Renga. Tullida. Despojemos a Emilio de su práctica infatuada de acosador y quedará expuesto el patetismo de todo amante.

No es el amor un asunto para seres sin falta, capaces de bastarse a sí mismos. No es un asunto para aquellos a los que Bob Dylan identificó como maestros de la guerra o, para seres fáusticos, poderosos o amantes del poder. Es decir, no lo es para dioses. Tampoco para señores ni hombres que se creen individuos libres y normales. Es decir, que se creen dioses. Todas las definiciones modernas del amor incluyen el patetismo. Spinoza, en la Ética, dice que el amor es una alegría con la idea de una causa exterior. Los spinozistas sabemos que las causas exteriores no gozan de buen prestigio filosófico en la obra de Spinoza, agudo observador de las pasiones humanas y teatrero en su Ámsterdam natal, donde formó parte de una sociedad de amigos del teatro e interpretó tragedias de Séneca, dirigidas por su maestro de latín, Cornelius Van den Enden.

Hay, quizás una versión tanguera del amor y de su patetismo no violento: es la que cuenta el tango Malevaje.

Hay otras que narran el fracaso, la impotencia  que pulsiona en la obsesión como destino incauto: es lo que nos cuenta Emilio, en la potente obra de Dana Botti.

Un párrafo aparte merece la actuación de Nicolás Molina, verdadera en su encarnación de un personaje difícil que, por momentos, provoca risas. Buena parte de lo perturbador a lo que alude esta reseña se refiere al pacto ficcional que el actor es capaz de crear a partir de un texto difícil y complejo. Mérito que involucra, sin dudas a la dirección y a la producción minimalista y muy lograda de la puesta.

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