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¿Cómo se sigue viviendo después de la muerte de un hijo?

La muerte de un hijo no tiene lógica ni consuelo. Es una herida que no cicatriza, una ausencia que no se llena, un dolor que desborda todo lo que conocíamos como vida. Perder a un hijo es perder una parte de uno mismo. Es perder el futuro, los sueños compartidos, las rutinas cotidianas, hasta el sentido de lo que alguna vez llamamos felicidad.

No existe una palabra en nuestro idioma —ni en casi ningún otro— para nombrar a quien pierde un hijo. Es como si el lenguaje también se rindiera ante semejante tragedia. Porque no hay forma de ordenar lo que está al revés: los padres deberían morir antes que los hijos. Pero a veces, la vida no respeta ese orden.

Muchos se preguntan cómo se hace para seguir, cómo se sobrevive. Y la respuesta no es clara, porque no hay un camino trazado ni una receta. Algunos siguen por otros hijos, otros por compromiso con la vida, otros porque no les queda opción. Pero nadie “supera” la muerte de un hijo. Se aprende a convivir con esa ausencia, se aprende a llorar en silencio, a recordar sin quebrarse, a respirar con el corazón herido.

La sociedad, muchas veces, no sabe cómo acompañar. Se incomoda ante el dolor ajeno, quiere vernos “mejor” lo más rápido posible, pide que volvamos a la normalidad. Pero cuando se pierde un hijo, ya nada vuelve a ser normal. Lo cotidiano se vuelve extraño, y lo extraordinario, irrelevante. La risa se convierte en culpa, el silencio en refugio, y cada paso que se da está atravesado por el recuerdo de quien ya no está.

Y sin embargo, algunas personas logran transformar el dolor en amor. Lo hacen ayudando a otros, creando espacios de memoria, escribiendo, hablando, abrazando desde su experiencia a quienes están pasando por lo mismo. No porque el dolor desaparezca, sino porque descubren que ese amor inmenso que sentían por su hijo o hija sigue vivo, aunque ya no puedan abrazarlos.

¿Cómo se sigue viviendo después de la muerte de un hijo?
Con el alma rota, sí. Con la mirada diferente. Con momentos de oscuridad y otros de tenue luz. Pero también con la certeza de que ese amor, el más puro de todos, no muere nunca.


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