Opinión

Detener la epidemia de odio

       El sentimiento desencajado, la emoción desbordada, la ira que estalla, el odio, son elementos que nos desgajan como personas. Nos rompen por dentro, dañan el cuerpo y el alma. En cambio, más que la tranquilidad de espíritu, más allá del control racional de los sentimientos y las emociones, de la sensatez del razonamiento, más de allá de eso, la vivencia de disfrutar del afecto, la amistad, los momentos inefables de sentirse bien aun sabiendo que no todos los instantes serán iguales y que muchos de estos estados pasarán, cuando hacemos lo correcto, lo que corresponde, lo que está bien, sin prejuicios ni miedos, sin mezquindades y gratuitamente, entonces es cuando nos sentimos unificados, plenos, en paz y en armonía consigo mismos. Es nuestra condicional natural. Estar unidos en sí mismos.

“El odio amenaza nuestro destino común”

Prabowo Subianto – Presidente de Indonesia

       Sin embargo, el descontrol, ya sea por circunstancias, producidas por la naturaleza, enfermedades, por nosotros o por los otros, extraños o de nuestro ámbito familiar o laboral, perdemos esa armonía y ya no somos nosotros; somos otros, y nos desgajamos.

       El odio es un sentimiento que daña a los que están fuera de nosotros, pero en realidad, nos daña a nosotros mismos. A nuestro interior. Es un sentimiento que siempre nace del corazón. Del nuestro o de los otros.  Y conlleva en sí mismo la destrucción. El que odia, mata. Quiere que el otro o sí mismo desaparezcan, no existan, que no sean nada. Nunca es gratuito ni fruto de las circunstancias. Es intencional. No necesariamente es emocional, suele ser frío, indiferente, hasta racional. Destruye a propios y ajenos. Rompe con todo lo que significa nuestra condición humana: que somos con los otros, nos hacemos con los otros, vivimos con y por los otros, tenemos la gratuidad del derecho a existir, a una vida digna y solidaria con nuestros semejantes.

       Pero hoy, la Humanidad se encuentra ante una terrible tormenta de odio. Las Instituciones mundiales y los gobiernos, que deberían garantizar la paz, el bienestar común, los Derechos Humanos y el respeto a la Autodeterminación de los Pueblos y la vigencia del Derecho Internacional, se han vuelto entes huecos, vacíos, llenos de puras palabras, buenas intenciones y una omisión sin resistencia absoluta al atropello jurídico de parte de corporaciones, que deciden y avalan en nombre de una supuesta democracia que no toleran, una libertad absoluta del Mercado, en un autoritarismo político y militar para el saqueo económico local y extranjero, por sobre las decisiones democráticas de los países del mundo y de sus propias Naciones.

       Nuestra argentina no es la excepción; tras una promesa y esperanza que no fueron, sufre la acción y expresión descarnada del odio de nuestros gobernantes -testaferros de los Grupos Económicos de Poder, patricios y concentrados-, que dejan inhumanamente a nuestros trabajadores y al Pueblo a la intemperie de derechos, mostrando su verdadero rostro: el de la codicia.

“La codicia es el veneno de la vida. Es una contradicción antagónica”

Mao Tse Tung (citado por Gustavo Petro)

       El odio se ha desplegado en una cruel e imparable vorágine sobre nuestra sociedad toda. Y una manifestación patente de esta crueldad es su opresión sobre los más débiles e indefensos, los pobres, marginados, enfermos, jubilados, desempleados, inmigrantes, jóvenes y niños. Se busca naturalizar el “sálvese quien pueda”, el “economicismo de la existencia”, “producir si se quiere existir”, mientras unos pocos usufructúan el trabajo de todos.

       Hay un olvido consciente del ser humano, buscando normalizar el insulto, el irrespeto, la discriminación, el prejuicio, la misoginia y la ilegalidad de los actos públicos. Los niños y los jóvenes son los principales afectados por la inmoralidad y cosificación de sus personas en las redes sociales, en la desidia del desentendimiento de sus padres, tutores e instituciones que deberían contenerlos, más la ausencia del Estado sobre la salud y seguridad comunicacional de los menores.

       Muchos adultos, desconcertados, se sorprenden del nivel de agresión, autoritarismo y negación a las Leyes que constituyen la organización de la Nación, de la discrecionalidad de quienes están al frente de los Poderes del Estado, y de la anomia en los Medios y Redes sociales con las lógicas consecuencias de los delitos y criminalidad. ¡Hipócritas!  ¿No era previsible que la laxitud, relajación, permisibilidad, descuido y abandono de los deberes que a cada familia, institución y Estado le competía ejercer con honesta responsabilidad? ¿Qué ha pasado que hemos dejado a nuestros gobernantes mentir descaradamente, engañarnos una y otra vez con promesas incumplidas, saqueo de nuestros bolsillos, recursos naturales y soberanía? ¿Qué ha pasado con las Instituciones que deberían representar y defender a los trabajadores y a toda la población para una vida digna, persistiendo en una burocracia eternizada con juegos de Poder y prebendas, mientras la gente sufre la postergación infinita de sus sueños, esperanzas y se muere por la enfermedad, el abandono, el salario miserable, la injusticia de la negación del futuro? ¿Qué ha pasado con nuestras Universidades, hoy llenas de hijos de trabajadores por la lucha de sus padres, donde aprenden la indiferencia y negación a su clase de origen, volviéndolos falazmente a-políticos, a-críticos, a-históricos, cientificistas, sin compromiso solidario y sin ningún interés en cambiar el mundo? ¿Y los Medios y Redes? ¿Que promueven en todas las clases sociales, especialmente en los sectores humildes, identificación con la vida parasitaria y frívola de los más ricos despreciando al trabajo y esfuerzo comunitario? 

       Todas estas son las consecuencias del odio; el más peligroso de todos: el encubierto, aséptico, normalizador, sin demasiado aspavientos, pero latente como huevo de serpiente que rompe el cascarón en la primera ocasión, con racismo, discriminación, chivos expiatorios, cobardía y violencia. Y aún, no somos capaces le aplastarle la cabeza.

       El rechazo a los valores del humanismo, de las fundamentales creencias, de la ética y de la moral, de lo que realmente da sentido espiritual y salud mental, conduciendo a la felicidad y reconocimiento del amor y solidaridad como eje central de la convivencia, donde el hombre reconoce a su semejante como sujeto del mayor bien, es el que nos ha llevado a no importarnos el otro, al odio encarnado.

       Por eso, ¿qué sorpresa puede haber por la violencia incipiente entre manifestantes de uno y otro lado por causa y resistencia al odio? Es el sembradío de la cizaña lo que separa a los argentinos. Un notable enfrentamiento entre una generación joven que apoya al gobierno -negando la Historia- y una generación de mediana y de mayor edad que se opone, lo que constituye una liberación y epidemia de odio que hay que detener antes que sea demasiado tarde. No confiamos los unos en los otros

“Enséñanos Señor, a contar nuestros días, para que alcancemos un corazón sabio”

Salmo 90,12

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